CAPÍTULO SEIS

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Teddy Kent e Ilse Burnley fueron a pasar unas breves vacaciones de verano.
Teddy había ganado una beca de arte que significaba dos años en París y al cabo de dos semanas zarpaba hacia Europa. Había escrito a Emily contándole la novedad como de pasada y ella había respondido con las felicitaciones de una amiga y hermana.
En ninguna de las dos cartas se hizo la menor referencia al oro del arco iris o a Vega de la Lira. Sin embargo, Emily aguardó su llegada con una esperanza anhelante y avergonzada que no podía negar. Tal vez… ¿podía osar esperar?… Cuando volvieran a estar frente a frente, en sus viejos bosques y lugares encantados, esa frialdad que tan inexplicablemente había surgido entre ambos, ¿se desvanecería como se desvanece la niebla del mar cuando el sol se levanta sobre el golfo? Sin duda, Teddy había tenido sus imitaciones de romances, como ella. Pero cuando viniera, cuando volvieran a mirarse a los ojos, cuando ella oyera en el bosque de John el Altivo ese silbido que era su contraseña… Pero no llegó a oírlo. La tarde del día que sabía que llegaba Teddy se puso a
caminar por el jardín entre mariposas de brocado, vestida con un nuevo vestido de gasa «polvo azul», prestando atención.
Cada canto de petirrojo le ruborizaba las mejillas y le hacía latir el corazón con fuerza. Entonces apareció la tía Laura a través del crepúsculo y el rocío.
—Ilse y Teddy están aquí —dijo. Emily entró en la sala majestuosa, severa y digna de la Luna Nueva pálida, altiva, reservada. Ilse se arrojó en sus brazos con todo su tempestuoso afecto de antes, pero Teddy le tendió la mano con una frialdad indiferente que casi igualaba a la de Emily.
¿Teddy? Bueno, no. Frederick Kent, futuro licenciado de la Academia Real. ¿Qué quedaba del Teddy de antes en aquel joven delgado y elegante de aire sofisticado, ojos fríos e impersonales y aspecto general de haber dejado atrás para siempre toda niñería, incluyendo los viejos sueños tontos y las insignificantes muchachas del campo con las que había jugado de niño? Con esta conclusión, Emily era terriblemente injusta con Teddy. Pero no estaba de
humor para ser justa con nadie. Nadie puede estarlo cuando siente que se ha portado como una tonta. Y Emily sentía que eso era exactamente lo que había hecho… otra vez. Dejarse llevar por sueños románticos en un jardín crepuscular, haberse puesto con toda intención un vestido de gasa azul, esperar la señal amante de un enamorado que se había olvidado de ella por completo, o que sólo la recordaba como una antigua compañera de clase a quien venía a ver, correcta, gentil y educadamente. Bueno,
gracias a Dios que Teddy no sabía lo tonta que había sido. Se cuidaría muchísimo de que nunca lo sospechara. ¿Quién podía comportarse con más amabilidad y frialdad que una Murray de la Luna Nueva? Emily se felicitó de que sus modales fueran
impecables. Tan gentil e impersonal como ante un absoluto desconocido. Renovadas felicitaciones por su maravilloso éxito, acompañadas por una absoluta falta de interés
real en él. Por parte de ella: frases cuidadosas, preguntas amables sobre su trabajo; de parte de él: frases cuidadosas, preguntas amables sobre el trabajo de ella. Emily había visto algunos dibujos suyos en las revistas. Él había leído algunos cuentos de ella. Y
así siguieron, con un abismo cada vez más insalvable entre los dos cada minuto que pasaba. Emily nunca se había sentido tan lejos de Teddy. Reconocía, con un
sentimiento que era casi terror, todo lo que había cambiado él en aquellos dos años de ausencia. Verdaderamente, habría sido una reunión penosa de no haber sido por Ilse,
que parloteaba con su frescura y su encanto de antes, planeando dos semanas de diversiones para sus vacaciones en casa y haciendo mil preguntas; era la misma
chiflada de siempre, con sus risas y bromas, vestida con su proverbial y graciosa trasgresión de todos los cánones aceptados del buen gusto. Llevaba un vestido
extraordinario, de un color verde amarillento. Se había puesto una gran peonía rosada en la cintura y otra en el hombro. Llevaba un sombrero verde brillante con una coronita de florecillas rosadas. Grandes cascadas de perlas le colgaban de las orejas.
Era un atuendo extraño. Nadie que no fuera Ilse podría haberlo llevado con éxito. Y vestida así parecía como la corporización de mil primaveras tropicales: exótica, provocativa, hermosa. ¡Muy hermosa! De nuevo, Emily fue consciente de la
hermosura de su amiga con una punzada, no de envidia sino de amarga humillación.
Junto al resplandor dorado de los cabellos de Ilse, el brillo de sus ojos color ámbar y la frescura de rosas rojas de sus mejillas, ella se vería seguramente pálida, oscura e insignificante.
Se daba por descontado que Teddy estaba enamorado de Ilse. Había
ido a verla a ella primero, había estado con ella mientras Emily lo esperaba en el jardín. Bueno, esto no cambiaba absolutamente nada. En todo caso ¿por qué? Ella
sería tan amigable como siempre. Y lo fue. Con creces. Pero cuando Teddy e Ilse se fueron, juntos, riendo y bromeando entre ellos por el viejo Camino del Mañana, Emily subió a su dormitorio y cerró la puerta con llave. Nadie volvió a verla hasta la
mañana siguiente.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora