CAPÍTULO TRECE

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Emily leía junto a la ventana de su dormitorio cuando lo oyó; leía el extraño poema de Alice Meynell «Carta de una niña a su propia edad madura» y se entusiasmaba místicamente con sus extrañas profecías.
Fuera caía el atardecer sobre el viejo jardín de la Luna Nueva y, con toda claridad, llegaron las dos notas altas y la nota baja del antiguo silbido de Teddy en el bosque de John el Altivo, la antiquísima llamada en los crepúsculos de hacía tanto tiempo. El libro cayó al suelo sin que ella lo impidiera. Emily se puso de pie, pálida y
confusa, y los ojos se le dilataron mirando la oscuridad. ¿Estaba Teddy allí? No se lo esperaba hasta la semana siguiente, aunque Ilse llegaba esa noche. ¿Podía haberse equivocado? ¿Se lo había imaginado? A lo mejor era un petirrojo... Lo oyó otra vez. Supo, como lo había sabido la primera vez, que era el silbido de Teddy. No había otro sonido igual en el mundo. Y hacía tanto que no lo oía... Estaba allí, esperándola, llamándola. ¿Debía ir? Rió para sus adentros. ¿Ir? No tenía alternativa. El orgullo no podía retenerla, el recuerdo amargo de la noche en que esperó su llamada sin que ésta llegara no podía detener sus veloces pasos. El miedo, la vergüenza..., lo olvido todo en el loco éxtasis de ese momento. Sin darse tiempo a reflexionar que era una Murray, sólo robándose un segundo para mirarse en el espejo y asegurarse de que el vestido color marfil le quedaba muy bien, ¡qué suerte haberse puesto ese vestido justo esa noche!, corrió escaleras abajo y atravesó corriendo el jardín.
Él se encontraba bajo el esplendor oscuro de los viejos abetos, donde el sendero entraba en el bosque de John el Altivo, sin sombrero, sonriendo. -Teddy.
-Emily. Las manos de ella en las de él, los ojos de ella brillando en los del muchacho.
La juventud había regresado, todo lo que una vez creó la magia volvía a crearla. Juntos una vez más después de todos aquellos largos años de separación y lejanía. Ya no había timidez, ni rigidez, ni miedo, ni sentido del cambio. Podrían haber sido niños otra vez, juntos. Pero la niñez no había sabido de esta dulzura salvaje, insurgente, de esta rendición sin consideraciones.
Ah, Emily le pertenecía. Por una palabra, una mirada, un tono de voz, él seguía siendo su dueño. ¿Qué importaba si, en un estado de ánimo más sereno, a ella podría no gustarle estar indefensa, dominada, así? ¿Qué importaba si mañana ella llegaba a desear no haber corrido tan rápido, tan ansiosa, tan sin vacilaciones, a su encuentro? Esta noche nada importaba, excepto que Teddy había regresado.
Sin embargo, en lo exterior, no se encontraron como enamorados, sólo como dos viejos amigos que se quieren.
Había tanto de qué hablar, tanto sobre lo que guardar silencio mientras paseaban por los senderos del jardín, mientras las estrellas se reían de ellos a través de la oscuridad, sugiriendo... sugiriendo...
Sólo de una cosa no hablaron: de lo que Emily había temido. Teddy no hizo ninguna referencia al misterio de su visión en la estación de Londres. Fue como si no
hubiera sucedido jamás. Pero Emily sentía que los había reunido tras un largo tiempo de incomprensión.
Era mejor no hablar del tema, era una de esas cosas místicas, uno
de los secretos de los dioses de los cuales no se debe hablar. Mejor olvidar ahora que su tarea se había cumplido. Y sin embargo (¡tan irracionales somos los mortales!)
Emily sintió una ridícula decepción de que él no hablara del tema. No quería que hablara, pero, si había significado algo para él, ¿no tendría que haberlo mencionado?
-Qué bueno estar aquí otra vez -decía Teddy-. Parece que nada haya
cambiado. El tiempo se ha detenido en este Jardín del Edén. Mira, Emily, qué brillante está Vega de la Lira. Nuestra estrella. ¿Te habías olvidado?
-¿Olvidado? Ojalá la hubiera olvidado.
-Me dijeron que ibas a casarte con Dean -dijo Teddy bruscamente.
-Quise, pero no pude -replicó Emily.
-¿Por qué no? -preguntó Teddy, como si tuviera todo el derecho del mundo a saberlo.
-Porque no lo amaba -respondió Emily, concediéndole ese derecho.
Entonces oyeron risas, risas doradas, deliciosas, que hacían que uno de pronto también tuviera ganas de reír. La risa es algo tan seguro..., uno puede reír sin traicionar nada.
Había llegado Ilse, venía corriendo por el sendero. Ilse con un vestido de seda amarilla del mismo color que sus cabellos y un sombrero marrón y
dorado del mismo color que sus ojos, dando la sensación de que una esplendorosa rosa dorada estaba suelta en el jardín.
Emily casi se alegró de verla. El momento se había vuelto muy importante.
Algunas cosas eran terribles cuando se expresaban en palabras. Se apartó de Teddy
decorosamente: una Murray de la Luna Nueva una vez más.
-Queridos -dijo Ilse, rodeando con un brazo a cada uno-. ¿No es delicioso, los tres juntos aquí otra vez? ¡Ay, cuánto os quiero! Olvidémonos de que somos viejos, sabios y desdichados y seamos niños locos e inconscientes otra vez, aunque sea por un bendito verano.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora