CAPÍTULO OCHO

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                    1
Cuando Emily anunció que iba a casarse con Dean Priest hubo un tremendo revuelo en el clan Murray.
En la Luna Nueva la situación durante un tiempo fue muy tensa. La tía Laura lloraba, el primo Jimmy andaba todo el día sacudiendo la cabeza y la tía Elizabeth estaba excesivamente callada. Pero, al fin, decidieron aceptarlo. ¿Qué otra cosa podían hacer? Entonces, hasta la tía Elizabeth se había dado cuenta de que cuando Emily decía que iba a hacer algo lo hacía. —Habrías hecho un escándalo mayor si te hubiera dicho que me casaba con Perry, de Stovepipe Town —dijo Emily después de escuchar todo lo que la tía Elizabeth quiso decirle.
—Claro que sí, es muy cierto —admitió la tía Elizabeth cuando Emily se había ido—. Y, después de todo, Dean tiene dinero, y los Priest son una buena familia.
—Pero son tan… priestianos —suspiró Laura—. Y Dean es demasiado mayor
para Emily. Además, su tatarabuelo se volvió loco.
—Dean no se va a volver loco.
—Pero podría pasarle la locura a sus hijos.
—Laura —soltó Elizabeth con tono de reproche, y abandonó el tema.
—¿Estás segura de que lo amas, Emily? —le preguntó la tía Laura aquella noche.
—Sí… de alguna forma —respondió Emily. La tía Laura levantó los brazos y habló con un súbito apasionamiento
absolutamente extraño en ella.
—¡Hay una sola forma de amar!
—No, mi querida tía victoriana —respondió Emily—. Hay una docena de formas diferentes. Tú sabes que yo ya he intentado una o dos. Y me han fallado. No te
preocupes por Dean y por mí. Nos entendemos perfectamente.
—Sólo quiero que seas feliz, querida.
—Y seré feliz, soy feliz. Ya no soy una soñadora romántica. El invierno pasado me quitó todo rastro. Voy a casarme con un hombre cuya compañía me satisface completamente y él se contenta con lo que puedo darle: afecto verdadero y camaradería. Estoy segura de que ésa es la mejor base para un matrimonio feliz. Además, Dean me necesita. Yo puedo hacerlo feliz. Él nunca ha sido feliz. Ah, es hermoso sentir que tienes la felicidad en la palma de la mano y que puedes darla como si fuera una perla de valor incalculable a alguien que la necesita.
—Eres demasiado joven —insistió la tía Laura. —Sólo mi cuerpo es joven, tía Laura. Mi alma tiene cien años. El invierno pasado me hizo sentir tan vieja y tan sabia… Tú lo sabes.
—Sí, lo sé. —Pero Laura también sabía que precisamente el hecho de que se sintiera vieja y sabia probaba la juventud de Emily. Las personas que son viejas y
sabias nunca se sienten ninguna de las dos cosas. Y toda esa charla sobre almas avejentadas no anulaba el hecho de que Emily, esbelta, radiante, con esos ojos llenos
de misterio, no tenía aún veinte años, mientras que Dean Priest tenía cuarenta y dos.
Dentro de quince años… pero Laura no quería ni pensarlo.
Y, después de todo, Dean no se la llevaría lejos. Y había casos de matrimonios
felices con la misma diferencia de edades.

                    2
Hay que admitir que nadie parecía ver el noviazgo con buenos ojos.
Emily pasónvarias semanas bastante mal con ese tema. El doctor Burnley rezongó e insultó a Dean.
La tía Ruth vino a hacer una escena.
—Es un infiel, Emily.
—¡No lo es! —exclamó Emily, indignada.
—Bueno, pero no cree en lo que creemos nosotros —declaró la tía Ruth como si eso dilucidara el asunto para cualquier Murray que se preciara de tal.
La tía Addie, que jamás había perdonado a Emily por rechazar a su hijo, aunque Andrew estaba feliz y apropiadamente, muy apropiadamente, casado, fue difícil de
soportar. Consiguió hacer sentir a Emily su más condescendiente lástima. Había perdido a Andrew, de modo que debía conformarse con el tullido del Giboso Priest.
Claro que la tía Addie no lo dijo con tan rudas palabras, pero lo mismo daba. Emily comprendió su significado a la perfección.
—Claro que es más rico de lo que puede serlo ningún joven —admitió la tía Addie.
—E interesante —añadió Emily—. La mayoría de los jóvenes son muy aburridos.
No han vivido lo suficiente para aprender que no son las maravillas del mundo que sus madres creen que son.
A los Priest tampoco les gustaba mucho. Tal vez porque no les hacía gracia ver que las posesiones de un tío rico se escurrieran así de entre los dedos de la esperanza.
Decían que Emily Starr se casaba con Dean solamente por su dinero, y los Murray se
ocuparon de que ella se enterara de lo que decían.
Emily sentía que los Priest hablaban continua y maliciosamente de ella a sus espaldas.
—Nunca me voy a sentir cómoda con tu familia —le dijo a Dean, rebelándose.
—Nadie va a pedirte que lo hagas. Tú y yo, Estrella, vamos a vivir para nosotros dos. No vamos a caminar, hablar, pensar ni respirar según el patrón de ninguna
familia, ni la Priest ni la Murray. Si a los Priest no les gustas como mi esposa, los Murray están todavía más contrariados conmigo como esposo tuyo. No importa.
Claro que a los Priest les resulta difícil creer que te casas conmigo porque sientes algo por mí. ¿Cómo podría ser eso verdad? Incluso a mí me resulta difícil creerlo.
—Pero tú lo crees, ¿verdad, Dean? De verdad, te quiero más que a nadie en el mundo. Claro que, ya te lo dije, no te amo como una tonta muchacha romántica.
—¿Amas a otra persona? —preguntó Dean, en voz queda. Era la primera vez que se atrevía a hacer esa pregunta.
—No. Claro que no. Tú sabes que he tenido uno o dos romances fallidos, tontas fantasías de muchacha. Es como si hubiera sucedido hace siglos. El invierno pasado
me parece que ha sido toda una vida que me separa de esas tonterías como si hubieran pasado siglos. Te pertenezco por completo, Dean.
Dean levantó la mano que sostenía y la besó. Todavía no la había besado en los labios.
—Yo puedo hacerte feliz, Estrella. Sé que sí. Aunque viejo y cojo, puedo hacerte feliz. Te he esperado toda la vida, estrella mía. Eso es lo que has sido siempre para
mí, Emily. Una estrella exquisita, inalcanzable. Ahora te tengo, te sostengo, te llevo
en mi corazón. Y ya me amarás, algún día me vas a dar más que afecto.
La pasión de la voz de él sorprendió un poco a Emily. En cierto sentido, parecía exigirle más de lo que ella tenía para dar. E Ilse, que se había graduado en la Escuela
de Oratoria y había ido a casa a pasar una semana antes de iniciar una gira estival de conciertos, puso otra nota de advertencia que por un tiempo inquietó a Emily.
—En cierto sentido, querida, Dean es el hombre perfecto para ti. Es inteligente,
fascinante y no tiene una exagerada conciencia de su propia importancia como la mayoría de los Priest. Pero pertenecerás a él en cuerpo y alma. Dean no soporta que
nadie tenga ningún interés que no sea él. Debe poseer en exclusividad. Si eso no te
molesta…
—Creo que no.
—Tu literatura…
—Ah, he terminado con eso. Desde el accidente, creo que ya no me interesa.
Entonces vi lo poco que en realidad me interesaba, cuántas cosas más importantes había….
—Mientras sigas pensando lo mismo, serás feliz con Dean. Ay, ay, ay. —Ilse deshizo con los dedos la rosa rojo sangre que llevaba prendida a la cintura—. Me hace sentir terriblemente vieja y sabia hablar así de tu boda, Emily. Me parece tan… absurdo. Ayer éramos colegialas. Hoy estás comprometida. Mañana… serás abuela.
—¿Tú no… no hay nadie en tu vida, Ilse?
—Claro, mirad a la zorra que perdió la cola. No, gracias. Además, voy a ser franca. Siento un terrible impulso a la confesión. Para mí nunca ha existido nadie más
que Perry Miller. Y tú le habías clavado las garras.
Perry Miller. Emily no podía creer lo que oía.
—¡Ilse Burnley! Siempre te has burlado de él… le reñías…
—Por supuesto. Me gustaba tanto que me daba rabia verlo pasar por tonto. Quería estar orgullosa de él y él siempre me avergonzaba. Ah, hubo momentos en que me ponía tan furiosa que me hubiera subido por las paredes. Si no me hubiera interesado,
¿te crees que me habría importado que pasara por burro? No puedo superarlo. Es el punto débil de los Burnley, supongo. No cambiamos nunca. Ah, me habría echado en sus brazos, todavía lo haría, con los barriles de arenques de Stovepipe Town, con lo
que fuera. Ya te lo he dicho. Pero no te preocupes. La vida también es muy buena sin él.
—Tal vez… algún día….
—Ni soñarlo. Emily, no se te ocurra hacer de celestina conmigo. A Perry jamás se le ha cruzado por la cabeza siquiera, ni se le va a cruzar. No voy a pensar en él. ¿Cómo era aquel viejo poema con el que nos reímos tanto el último año de colegio
porque nos parecía una tontería?
Desde que el mundo gira
y hasta que deje de girar
una tiene su hombre al principio o lo tiene sobre el final.
Pero tenerlo del principio al fin sin pedirlo prestado ni quererlo prestar
es a lo que todas las mujeres aspiran
y lo que los dioses no pueden otorgar.
—Bueno, el año que viene me graduaré. Después años y años de profesión. Ah, supongo que algún día me casaré.
—¿Y Teddy? —dijo Emily, sin poder evitarlo. Se habría mordido la lengua en el momento en que se le escapó la pregunta.
Ilse le dirigió una mirada larga e inquisitiva, que Emily contrarrestó con éxito mediante todo el orgullo de los Murray. Tal vez con demasiado éxito.
—No, Teddy no. Teddy nunca pensó en mí. Dudo que piense en alguien que no sea él mismo. Teddy es encantador pero egoísta, Emily, en serio.
—No, no —dijo Emily, indignada. No podía escuchar aquello.
—Bueno, no vamos a discutir por eso. ¿Qué nos importa que lo sea o no? Ya ha salido de nuestras vidas. Que se lo coma el gato. Va a llegar a la cima, en Montreal lo
adoran. Será un estupendo retratista, si puede, claro, curarse de esa manía de ponerte
a ti en todas las caras que pinta.
—Qué tontería. No me pinta a mí.
—Claro que sí. Se lo he recriminado mil veces. Él lo niega, por supuesto. Yo creo que para él es algo inconsciente. Es la lastra de alguna vieja emoción, supongo, para utilizar la jerga de los psicólogos modernos. No importa. Como te decía, algún día me casaré. Cuando me canse de tener una carrera. Ahora es muy divertido, pero, algún
día… Y será un matrimonio sensato, como el tuyo, con un hombre de corazón de oro y bolsa de plata. ¿No es gracioso hablar de casarse con un hombre al que una no ha visto en su vida? ¿Qué estará haciendo en este preciso momento? ¿Afeitándose,
maldiciendo, sufriendo por otra mujer? Sin embargo, se va a casar conmigo. Ah, y seremos felices. Y vamos a visitarnos, tú y yo, y a comparar a nuestros hijos, a tu primera hija tienes que ponerle Ilse, ¿eh, amiga del alma? y… y… ¡qué complicado
es ser mujer, Emily!
El viejo Kelly, el vendedor ambulante de ollas que era desde hacía años amigo de Emily, también tuvo algo que decir sobre el tema. No se podía hacer callar al viejo
Kelly.
—Querida niña, ¿es cierto que vamos a casarnos con el Giboso Priest?
—Absolutamente cierto. —Emily sabía que sería inútil esperar que el viejo Kelly llamara a Dean de otra manera que no fuera «Giboso». Pero ella siempre ponía mala
cara al oírlo.
El viejo Kelly arrugó el rostro.
—En ese asunto de vivir eres demasiado joven para casarte, y mucho menos con un Priest.
—¿No hace años que me reprende por mi lentitud en conseguir novio? —
preguntó Emily, arteramente.
—Querida niña, una broma es una broma. Pero esto no es una broma. No seas
testaruda, pórtate bien. Para un momento y piénsalo. Algunos nudos se atan con mucha facilidad, pero desatarlos es harina de otro costal. Siempre te advertí que no te casaras con un Priest. Fue una gran estupidez, tendría que haberme dado cuenta.
Tendría que haberte dicho que tenías que casarte con un Priest.
—Dean no es como los otros Priest, señor Kelly. Voy a ser muy feliz.
El viejo Kelly sacudió su cabeza de abundantes cabellos rojos grisáceos con incredulidad.
—Entonces serás la primera esposa de un Priest que haya sido feliz, sin dejar fuera ni siquiera a la vieja señora de la Grange. Pero a ella le encantaba pelear todos
los días. Para ti sería mortal.
—Dean y yo no nos vamos a pelear, por lo menos no todos los días. —Emily se divertía. Las sombrías predicciones del viejo Kelly no la preocupaban. Más bien se divertía acicateándolo.
—No, si haces siempre lo que él quiera. Se pondrá taciturno si no lo haces. Todos los Priest se ponen taciturnos si no consiguen lo que quieren. Y es muy celoso, no
podrás ni dirigirle la palabra a otro hombre. Ah, los Priest dominan a sus mujeres. El viejo Aarón Priest hacía que su esposa se pusiera de rodillas cuando quería pedirle algún pequeño favor. Mi padre lo vio con sus propios ojos.
—Señor Kelly, ¿de verdad cree que hay algún hombre que pueda obligarme a mí a arrodillarme?
Al viejo Kelly le brillaron los ojos, a su pesar.
—La rodilla de una Murray es un poquito rígida para eso —admitió—. Pero hay otras cosas. ¿Sabías que su tío Jim no hablaba si podía gruñir y que siempre le decía
«eh, tonta» a su esposa cuando ella lo contradecía?
—Pero tal vez ella era tonta, señor Kelly.
—Puede ser. Pero ¿era amable? Lo dejo en tus manos. Y su padre le tiraba los platos a su esposa cuando lo irritaba. Es un hecho, te lo digo. Aunque el viejo demonio era muy divertido cuando estaba contento.
—Esas cosas siempre se saltan una generación —dijo Emily—. Y si no es así, aprenderé a esquivar.
—Querida niña, hay cosas peores que encajar uno o dos platos. Los platos se pueden esquivar. Pero hay algo que no puedes esquivar. Dime —el viejo Kelly bajó la voz, con aire misterioso—: ¿tú sabías que se dice que con frecuencia los Priest se
cansan de estar casados con la misma mujer?
Emily fue culpable de dedicarle al viejo Kelly una de esas sonrisas que tanto desaprobaba la tía Elizabeth.
—¿De verdad cree que Dean puede cansarse de mí? No soy hermosa, mi querido señor Kelly, pero soy muy interesante.
El viejo Kelly recogió amarras con el aire de quien se rinde.
—Bueno, querida niña, lo que sí tienes es una buena boca para el beso. Veo que estás decidida. Pero yo hubiera pensado que el Señor te tenía destinada para algo
diferente. Bueno, esperemos llegar a buen puerto. Pero sabe demasiado, ese Giboso
Priest sabe demasiado.
El viejo Kelly se fue y esperó estar a prudente distancia para murmurar:
—Esto desafía al infierno. ¡Y él es más feo que un gato bizco!
Emily permaneció quieta unos minutos, viendo alejarse la carreta del viejo Kelly.
El anciano había encontrado la única fisura en su armadura y la estocada había llegado a fondo.
Un estremecimiento la sacudió como si una brisa de la tumba
hubiera soplado a través de su espíritu. De inmediato, le vino a la memoria una vieja,
viejísima historia susurrada hacía tiempo por la tía abuela Nancy a Caroline Priest.
Dean, se decía, había visto la celebración de una misa negra.
Emily apartó el recuerdo. Aquello era una tontería, un chisme tonto, malicioso y envidioso de gente que no tenía nada que hacer. Pero Dean sí sabía demasiado. Tenía
unos ojos que habían visto muchas cosas. En cierto sentido, ésa había sido parte de la clara fascinación que siempre había ejercido sobre Emily. ¿No había sentido ella siempre, no sentía aún, que él siempre parecía reírse del mundo desde un misterioso lugar de conocimiento interior, un conocimiento que ella no compartía, que no podía compartir, que no quería (para llegar al fondo de la verdad) compartir? Él había perdido el placer intangible, pero real, de la fe y el idealismo. Estaba en lo más hondo de su corazón: una convicción ineludible, por más que quisiera apartarla de sí. Por un momento le dio la razón a Ilse y sintió que ser mujer era decididamente muy difícil. «Me lo tengo merecido por ponerme a discutir con el viejo Kelly sobre un tema así», pensó irritada. Nunca se le dio consentimiento, en términos formales, al compromiso de Emily.
Pero se convirtió en un hecho tácitamente aceptado.
Dean disfrutaba de una buena posición económica. Los Priest tenían todas las tradiciones necesarias, incluyendo la de una abuela que había bailado con el Príncipe de Gales en el famoso baile de Charlottetown. Después de todo, habría cierto alivio al ver a Emily bien casada.
—Él no se la llevará lejos de nosotros —dijo la tía Laura, que se habría
reconciliado casi con cualquier cosa que no alejara a Emily. ¿Cómo podían perder lo único alegre y vivaz de aquella casa desvaída?
—Dile a Emily —escribió la vieja tía abuela Nancy— que en la familia Priest hay antecedentes de mellizos. Pero la tía Elizabeth no se lo dijo. El doctor Burnley, que era el que mayor escándalo había armado, se rindió al enterarse de que Elizabeth estaba arreglando la cómoda de colchas del altillo de la Luna Nueva y que Laura se dedicaba a coser dobladillos a los manteles.
—Que aquellos a los que Elizabeth Murray ha unido no los separe un hombre — soltó con resignación. La tía Laura tomó la cara de Emily entre sus dos suaves manos y la miró a lo más
profundo de los ojos.
—Dios te bendiga, Emily, querida niña.
—Muy victoriano —le comentó Emily a Dean—. Pero a mí me gustó.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora