CAPÍTULO VEINTIDOS

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La vida continuó, por supuesto, a pesar de ser tan horrible. La rutina de la existencia no se detiene porque uno se siente desgraciado. Hubo incluso momentos que no fueron tan malos. Emily volvió a medir sus propias fuerzas contra el dolor y volvió a vencer. Con el orgullo de los Murray y la reserva de los Starr sosteniéndola, le escribió a Ilse una carta de buenos deseos que nadie habría podido criticar. ¡Cómo si eso fuera lo único que tenía que hacer!
Ojalá la gente no siguiera hablándole de Ilse y Teddy… Se anunció el compromiso en los diarios de Montreal y luego en los de la Isla.
—Sí, están comprometidos y que Dios nos proteja a todos —dijo el doctor Burnley, aunque no podía ocultar su satisfacción—. Durante un tiempo creí que eras tú la que se iba a casar con Teddy —dijo con jovialidad a Emily, que le sonrió con gracia y soltó algo sobre que siempre ocurre lo que menos se espera.
—La verdad es que la boda será como corresponde —afirmó el doctor—. No sé cuánto tiempo hace que no hay un casamiento en la familia. Ya pensaba que se habían olvidado. Les enseñaré cómo se hace. Me dijo Ilse que serás su dama de honor. Quiero que lo supervises todo. No se le puede confiar una boda a un ama de llaves.
—Haré todo lo que haga falta, por supuesto —dijo Emily automáticamente. Nadie debía sospechar lo que sentía, aunque significara su muerte. Hasta sería la dama de honor. De no haber sido por esto que le esperaba, habría podido pasar un invierno más o menos feliz, ya que La virtud de la rosa fue un éxito desde el principio. La primera edición se agotó en diez días, tres grandes ediciones en dos semanas y cinco más ocho semanas. Por todos lados se oían rumores exagerados sobre el aspecto pecuniario.
Por primera vez, el tío Wallace la miró con respeto y la tía Addie deseó en secreto que Andrew no se hubiera consolado tan pronto. La vieja prima Charlotte, de Derry Pond, se enteró de las sucesivas ediciones y opinó que Emily debía de estar muy ocupada si tenía que armar todos esos libros y coserlos.
La gente de Shrewsbury estaba furiosa porque creían reconocerse en el libro. Todas las familias creían ser los Applegath. «Tuviste razón al no venir a Nueva York», le escribió la señorita Royal. «Jamás habrías podido escribir La virtud de la rosa aquí. En las calles de la ciudad no crecen rosas silvestres. Y tu historia es como una rosa silvestre: deliciosa, toda dulzura y sorpresa, con pequeñas espinas de ingenio y sátira. Tiene fuerza, delicadeza y comprensión. No se limita a contar cuentos. Tiene magia. Emily Byrd Starr, ¿de dónde sacas esa aguda comprensión de la naturaleza humana, criatura?».
Dean también le escribió: «Un buen trabajo creativo, Emily. Tus personajes son naturales, humanos y encantadores. Y me gusta el reluciente espíritu de juventud que
irradia de todo el libro».

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—Tenía esperanzas de aprender algo de las críticas, pero son muy contradictorias — dijo Emily—. Lo que para un crítico es el mayor mérito del libro para otro es su peor defecto. Escuchad esto: «La señorita Starr no logra que sus personajes sean
convincentes» y «es inevitable pensar que algunos de sus personajes han sido
copiados de la vida real. Son tan absolutamente reales que no pudieron haber sido obra de la imaginación».
—Te dije que la gente reconocería al viejo Douglas Courcy —interrumpió la tía
Elizabeth.
—«Un libro muy aburrido», «un libro encantador», «ficción vulgar», «en cada página se hace evidente la obra del artista consumado», «un libro de un romanticismo débil y barato», «una cualidad clásica en el libro», «una historia única de un nivel de labor literaria poco común», «una historia tonta, sin valor, sin color y vaga», «algo efímero» y «un libro destinado a vivir». ¿A quién hay que creerle?
—Yo creería sólo las críticas favorables —dijo la tía Laura.
Emily suspiró.
—Mi tendencia es hacer precisamente lo contrario. No puedo evitar pensar que
las desfavorables son las acertadas y que las favorables las han escrito los más tontos.
Tampoco es que me importe mucho lo que digan del libro. Pero cuando critican a mi
heroína me siento dolida y furiosa. Me puse roja de rabia cuando leí las críticas a mi querida «Peggy». «Una muchacha de una estupidez extraordinaria», «la heroína tiene una conciencia demasiado marcada de su misión».
—Para ser sincero, a mí me pareció un poquito coqueta —admitió el primo Jimmy.
—«Una heroína ligera y dulce», «la heroína es aburrida», «delicada pero en demasía».
—Te dije que no tenía que tener los ojos verdes —se quejó el primo Jimmy—. Una heroína tiene que tener siempre ojos azules.
—Ah, pero escuchad esto —exclamó Emily—. «Peggy Applegath es
sencillamente irresistible», «Peg es una personalidad notoriamente vital», «una
heroína fascinante», «Peg es demasiado encantadora para no creer en ella cuando
estamos bajo su embrujo», «una de las muchachas inmortales de la historia de la
literatura». ¿Qué me dices ahora de los ojos verdes, primo Jimmy?
El primo Jimmy sacudió la cabeza. No estaba convencido.
—Aquí hay una crítica para ti —se burló Emily—. «Un problema psicológico con raíces que se extienden hacia profundidades subliminales que le habría dado peso y
valor al libro de haber sido consideradas de una manera sincera».
—Conozco el significado de todas esas palabras solas, excepto dos, pero a todas juntas no les encuentro ningún sentido —rezongó el primo Jimmy con pesar.
—«Por debajo del tono sugerente y del encanto de la atmósfera hay una
espléndida firmeza en la delineación de los personajes».
—Eso tampoco lo entiendo —confesó el primo Jimmy—, pero suena favorable.
—«Un libro convencional; un lugar común».
—¿Qué quiere decir «convencional»? —preguntó la tía Elizabeth, que no habría
preguntado por «transubstanciación» o «agnosticismo».
—«Escrito de una manera hermosa y lleno de un humor chispeante. La señorita Starr es una verdadera artista de la literatura».
—Ah, ese crítico tiene buen sentido —ronroneó el primo Jimmy.
—«La impresión general que deja el libro es de que podría ser mucho peor».
—Ése quiso pasar por ingenioso —dijo la tía Elizabeth, olvidando el hecho de que ella había dicho exactamente lo mismo.
—«A este libro le falta espontaneidad. Es empalagoso y melodramático,
sensiblero e ingenuo».
—Yo sé que me caí en el pozo —dijo el primo Jimmy conmovedor—. ¿Es el motivo por el que no le encuentro ni pies ni cabeza a eso?
—Aquí hay uno que vas a entender. «La señorita Starr ha de haber inventado el huerto de los Applegath como inventó a su heroína de ojos verdes. No hay huertos en la Isla del Príncipe Eduardo. Los destruyen los fuertes vientos salados que soplan sobre esa estrecha franja arenosa».
—Por favor, Emily, vuelve a leer eso.
—Emily obedeció. El primo Jimmy se rascó la cabeza y luego la sacudió.
—¿Y a esos los dejan andar sueltos?
—«La historia es encantadora y está contada de una manera encantadora. Los
personajes han sido descriptos con habilidad, y el diálogo, manejado con inteligencia; los pasajes descriptivos son sorprendentemente efectivos. El humor tranquilo es una
delicia».
—Espero que ésa no te haga vanidosa, Emily —le advirtió la tía Elizabeth.
—En ese caso, aquí hay un antídoto. «Esta historia (si se le puede llamar historia) débil, pretenciosa y sentimental está llena de banalidades. Es un conglomerado de
episodios inconexos y fragmentos de conversaciones mezclados con largos períodos de reflexión y auto-examen».
—Me pregunto si la persona que escribió eso sabía el significado de las palabras —dijo la tía Laura. —«La escena de esta historia se desarrolla en la Isla Príncipe Eduardo, una porción de tierra separada de la tierra firme junto a las costas de Terranova».
—¿Los yanquis nunca estudian geografía? —bufó el primo Jimmy. —«Una historia que no va a corromper a sus lectores».
—Ése es un verdadero cumplido —dijo la tía Elizabeth. El Primo Jimmy pareció dudar. Sonaba bien pero… claro que el libro de la
querida Emily no podía corromper a nadie, pero…
—«Hacer la crítica de un libro así es como intentar examinar el ala de una
mariposa o arrancar los pétalos a una rosa para descubrir el secreto de su fragancia».
—Demasiado rimbombante —juzgó la tía Elizabeth. —«Sentimentalidad almibarada que evidentemente la autora confunde con
imaginación poética».
—Cómo me gustaría romperle la crisma a ése —dijo el primo Jimmy, acalorado.
—«Una lectura inofensiva y fácil».
—No sé por qué, pero ésa no me gusta mucho —comentó la tía Laura. —«Esta historia le hará surgir una sonrisa en los labios, pero también en el corazón».
—Bueno, eso es hablar claro. Eso lo puedo entender —dijo el primo Jimmy.
—«Lo empezamos, pero nos fue imposible terminar este libro aburrido e insípido».
—Lo que yo diría —soltó el primo Jimmy, indignado— es que cuanto más leo La
virtud de la rosa más me gusta. Ayer me puse a leerlo por cuarta vez y era tan interesante que casi me olvidé de la cena. Emily sonrió. Era mejor haber ganado prestigio con los moradores de la Luna Nueva que con el mundo. Qué importaba lo que dijera cualquier crítico cuando la tía Elizabeth comentó, con aire de dictar la sentencia final:
—Bueno, yo nunca habría creído que un montón de mentiras pudieran sonar tan
reales.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora