CAPÍTULO SIETE

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Desde octubre hasta abril Emily Starr estuvo en la cama o en el diván de la sala de estar, observando el interminable viaje de las nubes arrastradas por el viento por encima de las largas colinas blancas o la fría belleza de los árboles en invierno, alrededor de los serenos campos nevados, preguntándose si volvería a caminar, o si volvería a caminar como una desdichada tullida. Tenía una herida en la espalda sobre la cual los médicos no lograban ponerse de acuerdo. Uno decía que no tenía importancia y que con el tiempo desaparecería. Otros dos sacudían la cabeza y tenían miedo. Pero todos estuvieron de acuerdo con respecto al pie. Las tijeras habían dejado dos heridas crueles, una junto al tobillo y otra en la planta del pie. Se gangrenaron. Durante días Emily luchó entre la vida y la muerte y luego entre la apenas menos terrible alternativa de muerte o amputación. La tía Elizabeth lo impidió. Cuando todos los médicos estuvieron de acuerdo en que era la única manera de salvarle la vida a Emily, ella dijo, adusta, que no era la voluntad del Señor, según la entendían los Murray, que se les cortaran los miembros a los seres humanos. No pudieron moverla de aquella posición. Las lágrimas de Laura, los ruegos del primo Jimmy, las maldiciones del doctor Burnley y la conformidad de Dean Priest no la movieron ni un milímetro. No le cortarían el pie a Emily. Y no se lo cortaron.
Cuando Emily se recuperó, entera, la tía Elizabeth se sintió triunfadora y el doctor Burnley confundido. El peligro de la amputación había pasado, pero permanecía el peligro de una cojera permanente. Emily se enfrentó a ese panorama durante todo el invierno.
—Si al menos supiera lo que me va a pasar —le dijo a Dean—. Si lo supiera, podría decidirme a soportarlo… o no. Pero estar aquí, pensando, preguntándome si me curaré algún día.
—Vas a curarte —afirmó Dean con ímpetu. Emily no sabía qué habría hecho sin Dean ese invierno. Él renunció a su
invariable viaje de todos los inviernos y se quedó en Blair Water para estar cerca de ella. Pasaba los días con ella, leyéndole, hablándole, alentándola, sentados en medio del silencio de una compañía perfecta. Cuando él estaba, Emily se sentía capaz de enfrentarse a toda una vida de invalidez. Pero durante las largas noches en que el dolor lo borraba todo, no podía soportarlo. Incluso, aunque no tuviera dolores, pasaba las noches sin dormir, noches terribles, cuando el viento gemía lúgubre entre las ventanas de la vieja casa o perseguía ligeros fantasmas de nieve por las colinas. Cuando dormía, soñaba, y en sus sueños siempre subía escaleras sin poder llegar nunca arriba, desde donde la llamaba un extraño silbido (dos notas altas y una baja)
que retrocedía a medida que ella avanzaba. Era mejor estar despierta que tener aquel espantoso sueño recurrente. ¡Ah, noches amargas! En otro tiempo Emily había
pensado que el versículo de la Biblia que dice que no había noche en el cielo no era una promesa atractiva. ¿No hay noche? ¿No existía la suave penumbra iluminada por
las estrellas? ¿Ni el blanco sacramento de la luna? ¿Ni el misterio de las sombras aterciopeladas y la oscuridad? ¿Ni el siempre maravilloso milagro del amanecer? La noche era tan hermosa como el día y el cielo no podía ser perfecto sin ella.
Pero en ese momento, durante las horribles semanas de dolor y de miedo, compartía la esperanza del profeta de Patmos. La noche era algo terrible.
La gente decía que Emily Starr era muy valiente, muy paciente y muy heroica.
Pero ella no pensaba lo mismo. Ellos no sabían de la agonía de la rebeldía, de la desesperación, de la cobardía que se ocultaban detrás de su calma exterior, hecha del
orgullo y la reserva de los Murray. Ni siquiera Dean lo sabía, aunque tal vez lo sospechara.
Ella sonreía, graciosamente, cuando la sonrisa era lo indicado, pero no reía nunca.
Ni siquiera Dean podía hacerla reír, aunque lo intentaba con toda la fuerza y el sentido del humor de que era capaz.
«Mis días de risas han pasado», se decía Emily. Y sus días de creación también.
No pudo volver a escribir. El «destello» no volvió. Ningún arco iris atravesaba la tristeza de ese invierno terrible.
La gente iba continuamente a verla. Ella deseaba que no fueran. En especial el tío Wallace y la tía Ruth, que estaban seguros de que no volvería a caminar y lo decían cada vez que iban. Pero ellos no eran tan terribles como las visitas que aparentaban alegría y la certeza de que con el tiempo se curaría del todo, pero que no creían ni una palabra de lo que decían. Ella no había tenido
ningún amigo fuera de Dean, Ilse y Teddy. Ilse le escribía todas las semanas y en sus cartas trataba, demasiado obviamente, de darle aliento. Teddy le escribió una vez, cuando se enteró del accidente. La carta era muy amable, con mucho tacto y
sinceramente condolida. A Emily le pareció la carta que podría haberle escrito cualquier conocido que la estimara y, en consecuencia, no le respondió, aunque él le
pedía que le contara cómo seguía. No hubo más cartas. No había nadie más que Dean. Él no le había fallado nunca; nunca le fallaría. A medida que pasaban aquellos interminables días de tormentas y de tristeza, ella se volvía hacia él cada vez más. En
aquel invierno de dolor, sintió que se volvía tan vieja y tan sabia que al fin los dos se encontraron en igualdad de condiciones. Sin él la vida era sombría, un desierto gris sin colores ni música. Cuando él venía, el desierto, por lo menos por un rato, florecía
como la rosa de la dicha, y mil florecillas de fantasía, de esperanza y de ilusión, desparramaban sus guirnaldas.
Cuando llegó la primavera, Emily mejoró, mejoró tanto, tan rápida y súbitamente que hasta el más optimista de los tres médicos se asombró. Cierto que en las primeras semanas caminaba renqueando, apoyada en una muleta, pero llegó el momento en
que pudo caminar sin ella, que pudo caminar sola en el jardín y contemplar la
hermosura del mundo con ojos que no se cansaban de mirar. ¡Ah, la vida volvía a ser
hermosa! ¡Qué agradable era sentir la hierba verde bajo los pies! Emily había dejado atrás el dolor y el miedo como un traje que uno se quita y sintió la alegría… no, no
exactamente alegría, pero sí la posibilidad de poder llegar algún día a sentirse alegre.
Había valido la pena estar enferma para darse cuenta del sabor de volver a tener salud y bienestar en una mañana como aquella, en la que el viento marino soplaba por los campos verdes. No había sobre la tierra nada como el viento marino. La vida podía, en cierto sentido, estar hecha de jirones y harapos, todo podía cambiar o irse, pero las violetas y las nubes del atardecer seguían siendo hermosas. Emily volvió a sentir su vieja alegría por la mera existencia.
«Verdaderamente que la luz es dulce, y es agradable para los ojos contemplar el sol», citó, soñadora.
Volvieron las viejas risas. El primer día que en la Luna Nueva se oyó la risa de Emily, Laura Murray, cuyos cabellos en ese invierno habían pasado del color ceniza al color de la nieve, fue a su habitación y se arrodilló junto a la cama para dar gracias a Dios. Y mientras ella estaba allí arrodillada, Emily hablaba a Dean sobre Dios, en el jardín, en uno de los crepúsculos primaverales más hermosos que pueda imaginarse, con una pequeña luna creciente en medio.
—Este invierno hubo momentos en los que he sentido que Dios me odiaba. Pero ahora vuelvo a estar segura de que Él me ama —dijo, con suavidad.
—¿Muy segura? —preguntó Dean, con sequedad—. Yo creo que Dios está interesado en nosotros, pero que no nos ama. Le gusta mirarnos a ver qué hacemos.
Tal vez le divierta ver cómo nos retorcemos.
—¡Qué concepto tan espantoso de Dios! —exclamó Emily, estremeciéndose—.
No puedes creer en serio eso de Dios, Dean.
—¿Por qué no?
—Porque entonces Dios sería peor que el diablo, un Dios que sólo pensara en su propia diversión, sin siquiera la justificación del diablo de odiarnos.
—¿Quién te torturó todo el invierno con dolores físicos y angustias mentales? —
preguntó Dean.
—No fue Dios. Y Él fue quien te envió a ti —dijo Emily, con firmeza. No lo
miró; levantó la cara hacia las Tres Princesas, con su belleza de mayo, y la suya era una cara de rosa blanca, pálida tras los sufrimientos del invierno. Junto a ella, la gran filipéndula, que era el orgullo del corazón del primo Jimmy, cubierta con su blancura de junio, le daba un hermoso marco—. Dean, ¿cómo podré agradecerte algún día lo que has hecho por mí, lo que has sido para mí, desde octubre? No puedo expresarlo con palabras. Pero quiero que sepas lo que siento.
—No he hecho más que aferrarme a la felicidad. ¿Sabes la felicidad que ha
supuesto para mí hacer algo por ti, Estrella, ayudarte, ver cómo recurrías a mí en medio de tu sufrimiento, en busca de algo que sólo yo podía darte, algo que aprendí en mis propios años de soledad? Y permitirme soñar algo que podía convertirse en realidad, que yo sabía que no debía convertirse en realidad… Emily tembló y se estremeció ligeramente. Pero ¿por qué vacilar? ¿Por qué
posponer algo sobre lo cual ya había tomado una decisión?
—¿Estás seguro, Dean —dijo, en voz baja—, de que tu sueño… no puede
convertirse en realidad?

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora