CAPÍTULO DIECIOCHO

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Un día, en la última semana de octubre, el primo Jimmy comenzó a arar el campo de la colina, Emily encontró el legendario diamante perdido de los Murray y la tía Elizabeth se cayó de la escalera del sótano y se rompió una pierna. En medio del cálido ámbar de la tarde, Emily estaba de pie en la escalera de
piedra de la Luna Nueva, mirando con ojos ávidos el suave encanto del año que se desvanecía. Casi todos los árboles habían perdido las hojas, pero un pequeño abedul, aún ataviado de oro, se asomaba entre los jóvenes abetos rojos (como un abedul Danaë a la sombra de éstos) y los álamos de Lombardía del sendero parecían una hilera de grandes velas doradas. Más allá estaba el campo de la colina, agostado y envuelto en tres cintas de rojo brillante: los «lomos» arados por el primo Jimmy. Emily había pasado todo el día escribiendo y estaba cansada. Bajó al cenador del jardín, con sus enredaderas, y se puso a merodear por él, decidiendo dónde plantar los nuevos bulbos de tulipanes. Aquí, en esta tierra rica y húmeda donde el primo Jimmy había quitado, hacía poco, los antiguos escalones rotos. A la primavera siguiente habría un lecho repleto de imponentes cálices. El tacón de Emily se hundió en la tierra húmeda y salió con barro adherido. La muchacha se acercó al banco de piedra y se limpió el barro con un palito. Algo cayó sobre la hierba y refulgió como una gota de rocío. Emily lo levantó con un grito de sorpresa. Allí, en su mano, estaba el Diamante Perdido, perdido hacía más de sesenta años, cuando la tataratía abuela Miriam Murray había ido al cenador. Encontrar el Diamante Perdido había sido uno de sus sueños de su infancia; Ilse,
Teddy y ella lo habían buscado mil veces. Pero hacía tiempo que no pensaba en él. Y aquí estaba: tan brillante, tan hermoso como siempre. Estaría oculto en una ranura de los viejos escalones y caería a tierra cuando los quitaron. En la Luna Nueva fue toda una conmoción. Pocos días después, los Murray
mantuvieron un cónclave alrededor de la cama de la tía Elizabeth para decidir qué hacer con él. El primo Jimmy afirmaba con absoluta convicción que el que encontraba algo tenía que quedárselo. Edward y Miriam Murray hacía mucho que habían muerto y no habían dejado descendientes. El diamante pertenecía, por derecho, a Emily.
—Todos somos herederos —dijo el tío Wallace con tono de leguleyo—. Tengo
entendido que hace sesenta años costó mil dólares. Es una piedra hermosa. Lo justo es venderla y darle a Emily la parte de su madre.
—Las joyas de la familia no se venden —afirmó la tía Elizabeth con firmeza.
Ésta parecía ser, en el fondo, la opinión general. Hasta el tío Wallace admitió la primacía de noblesse oblige. Al final, todos estuvieron de acuerdo en que el diamante debía pertenecer a Emily.
—Puede hacerlo engarzar en un medallón, para llevarlo al cuello —dijo la tía Laura.
—Iba a ser un anillo —dijo la tía Ruth sólo por el placer de llevar la contraria—. Y, además, no podría usarlo hasta que no se case. Un diamante de semejante tamaño es de muy mal gusto en una muchacha.
—¡Que se case…! —exclamó la tía Addie con una risita desagradable. Deslizaba así su opinión de que si Emily esperaba a casarse para usar el anillo era posible que
jamás se lo pusiera. La tía Addie no había perdonado a Emily por haber rechazado a
Andrew. Y ahí estaba, a los veintitrés años (bueno, casi) sin un pretendiente apropiado a la vista.
—El Diamante Perdido te traerá suerte, Emily —dijo el primo Jimmy—. Me alegro de que te lo hayan dejado. Te corresponde. Pero de vez en cuando me dejarás
cogerlo, ¿verdad, Emily? Sólo cogerlo y mirarlo. Cuando miro algo así me… me encuentro a mí mismo. Entonces no me siento el tonto Jimmy Murray, sino lo que
podría haber sido si no me hubieran empujado dentro de un pozo. No le digas nada a Elizabeth, Emily, pero déjame tenerlo y mirarlo de vez en cuando.
«El diamante es mi piedra preferida, después de todo», escribió Emily a Ilse, aquella noche. «Pero me gustan todas las piedras preciosas, excepto la turquesa. A las
turquesas las detesto; son vacías, insípidas, no tienen alma. El brillo de la perla, el resplandor del rubí, la ternura del zafiro, el violeta derretido de la amatista, el brillo de luna del aguamarina, la leche y el fuego del ópalo… todas me encantan».
«¿Y las esmeraldas?», preguntó Ilse a vuelta de correo, con algo de maldad, pensó Emily, sin saber que un corresponsal de Ilse de Shrewsbury le escribía de vez en cuando chismes infundados sobre las visitas de Perry Miller a la Luna Nueva. Es cierto que Perry iba a la Luna Nueva a veces. Pero había desistido de pedirle a Emily que se casara con él y parecía totalmente concentrado en su profesión. Ya se lo
consideraba un hombre en ascenso y se decía que agudos políticos esperaban que fuera un poco mayor para «lanzarlo» como candidato para la Cámara de la Provincia.
«¿Quién sabe? Todavía puedes llegar a ser "miladi"», escribió Ilse. «Algún día Perry será sir Perry».
Lo cual, pensó Emily, era todavía más desagradable que el comentario sobre las
esmeraldas.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora