La casa del Padre

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Era un día como cualquier otro en la casa del Padre. El día empezaba muy de mañana mientras los pájaros cantaban y el sol comenzaba a despertarse.

La casa del Padre estaba ubicada lejos de la ciudad, rodeada de muchos árboles y plantas que le daban vida al lugar. Las montañas se podían observar por las ventanas, en especial, por el gran ventanal de la cocina. La vista desde la casa era indescriptible. En verano, el olor a flores inundaba el lugar y en invierno, se podía ver la nieve que reposaba sobre el pico de las montañas. Era una casa no muy grande, un tanto pequeña, pero estaba llena de gozo y alegría.

Nada le hacía más feliz al Padre que ver a sus hijos todos reunidos. El Padre sonreía viendo a cada uno de sus Hijos, desde el más grande a el más pequeño, cantar al son de la guitarra. Todos los domingos salían fuera de la casa, alrededor de una fogata, y bailaban mientras cantaban canciones en honor a su Padre.

En la casa reinaba la alegría y la felicidad, no había dolor ni tristeza, las preocupaciones eran casi nulas y la paz jamás se escapaba de aquel tranquilo lugar.

El Padre amaba tanto a sus Hijos, a cada uno de ellos, con sus errores y defectos. Su amor era incomprensible, excedía cualquier lógica humana y limitación racional. Él estaba siempre atento a las necesidades de sus hijos; por esa misma razón se dio cuenta de que uno de sus Hijos no se sentía bien en aquel caluroso día de verano.

Este Hijo trabajaba en el taller de carpintería. Desde pequeño que vivía con el Padre y aprendió a trabajar la madera mejor que ninguno allí en la casa. El joven era alegre y risueño, siempre estaba sonriendo. Jamás faltaba a trabajar, siempre llegaba a horario y lo hacía de buena gana. Su corazón cantaba alabanzas a su Padre, lo amaba como a nadie en el mundo. La relación que existía entre el Padre y este Hijo era sumamente estrecha. Incluso, los otros hijos que vivían en la casa del Padre, muchas veces hablaban de este Hijo maravillados de cuan cercano era al Padre. Realmente, el corazón de este Hijo amaba a su Padre sin dudarlo.

Pero un día el dolor tocó a la puerta de la vida del Hijo y todo cambió. Por fuera, el joven parecía continuar con su vida normal, rutinaria, nada fuera de lo común. Las personas que lo rodeaban no podían ver lo que sucedía en el Hijo.

El dolor comenzó a socavar las profundidades de su vida. Al dolor lo acompañó la duda. Luego a la duda le siguió la incertidumbre. El Hijo amado comenzó a dudar de su Padre. Dudó de todo lo que había creído a lo largo de estos años. Dudó de la bondad y cuidado que el Padre le ofrecía. Pasaba largas horas, en solitario, preguntándose si era real todo esto que vivía. Se preguntaba si valía la pena continuar luego de sentir tanto dolor en su corazón.

El joven comenzó a darle lugar al enojo, a la tristeza y a la depresión. Pronto, estas armas mortíferas comenzaron a actuar y pronto, el trabajo que realizaron salió a la luz. Lo que en lo oculto se había formado ahora estaba mostrando sus frutos.

Nadie se había percatado de lo que pasaba dentro del joven, solo su Padre. Su Padre sí lo sabía. Lo notaba distante, alejado, dolido. Comenzó a darse cuenta de que algo había cambiado. El Padre sí se daba cuenta, conocía a la perfección a su Hijo. Cada detalle, cada sentimiento, cada sueño y anhelo, el Padre lo sabía. Al Padre nada se le escapaba, incluso estos sentimientos tristes que ahora anidaban en el corazón de su Hijo. Él lo sabía todo.

El Padre se dirigió a la pieza de su Hijo para poder conversar. Cuando abrió la puerta vio la cama acomodada, todo en su lugar y encima del escritorio una carta. Un sobre blanco, medio viejo ya, en medio de aquel espacio. Todo empezó en ese momento...

Cartas de un pródigo                               Donde viven las historias. Descúbrelo ahora