CAPÍTULO 9

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                               Sakura

Permanecí inmóvil mientras Manuela me aplicaba una base en la cara. Ella arreglaba mi rostro cada vez que tenía que aparecer en público. Silenciosamente y sin ningún atisbo de
emoción, cubrió todos los moretones sin hacer preguntas.

—Quédese quieta, Sra. Shimura —reprendió impaciente.

No podía más. Sentía la soga apretarse alrededor de mi cuello con cada vez más fuerza. Iba a morir… pronto.

Intentaba en vano infundirme coraje, lo intentaba todos los santos días, pero eran más los momentos de desánimo que los
que realmente pensaba poder seguir.

—Aquí está, un poco de lápiz labial y hemos terminado — dijo alegremente.

La miré a los ojos mientras me pintaba los labios de rojo. Me hubiera gustado tirar de ella, agarrarla y rogarle que hablara.

Que me contara lo que pasaba dentro de aquella jaula dorada.

Que me salvara. Pero después de todo, no podía ser salvada, pues yo misma había decidido espontáneamente mi destino.
Había elegido casarme con el hombre que todos admiraban.

Cuando terminó, se fue. Todavía estaba sentada frente al espejo. Apreté los bordes de la bata de seda negra y miré mi reflejo.

Estaba perfecta… impecable, muy hermosa. La piel de mi cara era lisa, los labios sobresalían carnosos y suaves, mis ojos Verde, aunque apagados, no habían perdido aquel tono púrpura, resaltado aún más por el borde negro que alargaba
mis pestañas.

Cualquiera que me viera aquella noche se encontraría frente a una mujer satisfecha, poderosa y feliz.

Si tan sólo miraran un poco mejor, encontrarían mi alma sucia y el corazón roto.

Contuve las lágrimas que pugnaban por salir. No podía permitirme llorar, no después de todo el tiempo
que Manuela se había tomado para ocultar los signos de la violencia de mi esposo.

Escuché pasos acercándose a la puerta. Corrí hacia ella y la cerré apoyando mi espalda contra. Era la habitación donde me sentía más segura, donde podía dar rienda suelta a todo mi dolor y donde mantenía la única parte de mi corazón intacta y limpia.

Cuando el corredor quedó en silencio, me moví. Fui hacia la cama y tomé el vestido rojo de seda que mi esposo me había enviado. A pesar del abundante escote en la espalda, el corte
era elegante y no muy vulgar.

Me lo puse con dificultad, afectada por las náuseas que me causaba la idea de tener que fingir estar bien frente a todas
esas personas para un evento que ni siquiera me interesaba, pero yo era su juguete.

Me puse las sandalias, me miré de nuevo en el espejo, apreté el costoso collar de diamantes y después de dos respiraciones profundas, salí de la habitación hacia el salón principal.
Directo hacia aquellas personas que odiaba más que a mí misma.

Los candelabros de cristal iluminaban el ambiente dando mayor contraste al brillante piso con cuadros blanco y negro.

La música, proveniente de un artista sentado en el piano, conseguía un ambiente elegante y señorial.
Vi a la gente beber champán y comer caviar, se reían y hablaban entre sí, sin imaginar que sólo eran peones del Dr.
Shimura, que los movía libremente cuando y como quería.

Sentí su mano apretar la mía y en un instante, un escalofrío cruzó mi cuerpo. Sus ojos negros se posaron en los míos, le ofrecí una sonrisa falsa mientras me guiaba hacia la pareja
recién ingresada para saludarlos.
Un tiempo atrás, las fiestas, la vida social, la gente rica eran todo mi mundo. Todo lo que quería. Mis padres se habían
encargado de convertirlo en la única forma de vida que conociera; Debería estar agradecida con ellos, pero en lugar de eso los había echado a la calle. Les había quitado todo, los había sacado de su casa y muy probablemente, incluso de
México, al menos esos eran los rumores que circulaban. No los había visto más. No merecían mi presencia.

Las voces, sin embargo, eran sólo voces y no siempre representaban la realidad. De hecho, yo no era la bruja que
generalmente definían y sólo quien realmente me conocía
podía saberlo.

El final de la música indicó que había llegado el momento de servir la cena. Se había colocado una mesa para casi cincuenta personas en el ala principal.
Las fiestas en Villa Shimura eran famosas por la comida buena venida de todo el mundo que el propietario solía servir a
sus invitados.

Los observé, tenían hambre de codicia, de riqueza, de egoísmo, me dieron arcadas, me puse la mano en el estómago
y contuve la contracción.

Nos sentamos durante largo tiempo y cuando finalmente, me dieron permiso para levantarme, sin ser grosera, corrí escaleras arriba hacia el baño, donde vomité las pocas cosas que había
tragado.

Después de vaciar mi estómago, fui al lavabo y traté de remediar las manchas del maquillaje debajo de los ojos. Miré a
través del espejo la ventana que estaba detrás de mí y decidí que necesitaba una bocanada de aire para terminar aquella
tarde como la más devota de las esposas.
Salí del baño y subí las escaleras de servicio que solían usar el ama de llaves y sus empleados. Me crucé con algunas
camareras encargadas de llevar los platos a la cocina; me sentí triste al ver la forma en que me miraban, se percibía en sus ojos todo el odio que sentían por mí.
Sabía la razón y por desgracia los entendía, los trataba mal,
trataba mal a cualquiera, no podía soportar su devoción por mi
esposo. No podía soportar que lo consideraran un líder amable
y uno de los mejores médicos.

Me subí el dobladillo del vestido, me quité los tacones y finalmente salí de aquel museo.

El olor de las dalias, el aire cálido del otoño y la luna llena
que iluminaba el cielo estrellado, me otorgaron el momento de
libertad que necesitaba para recuperar energía.

El jardín en la parte trasera de la villa era uno de los pocos espacios sólo míos, lo diseñé, elegí las flores, los árboles e
incluso diseñé la gran fuente en forma de ángel que había creado un escultor.

Era mi hogar
Mi verdadero hogar
Descalza caminé sobre los guijarros, apreté los dientes por el dolor que me causaban, pero ahora era parte de mí.

Estaba acostumbrada sufrir.
Sólo tenía unos minutos antes de que mi esposo comenzara a preguntarse qué me pasó, así que inhalé todo el aire que pude, para que no me faltara una vez que volviera a entrar en la casa
y me endosara nuevamente la máscara.
Caminé unos metros más hasta llegar al muro que bordeaba todo el perímetro de la casa. Desde ahí podía admirar gran
parte de Ciudad de México, desde aquí arriba mi esposo podía esconderme de sus habitantes. De la verdad.

Estaba entregada a mis pensamientos cuando un movimiento entre las plantas me hizo sobresaltar. Me di la vuelta buscando algo, pero estaba demasiado oscuro.

Toda la seguridad estaba vigilando la puerta principal, en la entrada, y realmente yo había sido tonta al aventurarme lejos en la noche. Moví la cabeza de un lado a otro, los ruidos se volvieron más insistentes, hasta que se convirtieron en pasos que se acercaban hacia mí.

Podría haber gritado, pero no lo hice, si fuera algún participante de la fiesta, habría hecho el ridículo y mi esposo
no me lo habría perdonado. Así que tragué saliva, traté de mantener la calma y me desplacé para volver al camino que
me llevaría de regreso.

Pero un grito se apagó en mi garganta cuando me encontré frente a una bestia negra con dientes afilados.

ELLA ME  PERTENECEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora