Capítulo 23

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Despierto a la mañana siguiente con un dolor en el vientre, y es más que suficiente, para indicarme dos cosas: que la pastilla de emergencia hizo muy bien su trabajo, y, además, que me llegó mi ciclo menstrual.

Suelto un gemido adolorido, cuando una nueva punzada me recorre y se extiende a la parte baja de mi columna, la cabeza me da vueltas y, el sólo hecho de pasar este tormento por tres días —para mi suerte, para la envidia de muchas—, me hace desear tener un pene colgando.

Siento la mano de Michele acariciar mi cintura, dejando un casto beso en mi hombro. Me jala para tenerlo más cerca, y ajusta su erección matutina entre mis nalgas

—Te deseo —deja un camino de besos por mi cuello, y yo suspiro, negando con la cabeza. Me coloco de pie, sintiendo un mareo, y lo escucho soltar un bufido—. ¿Te incomodó mi comentario?

—No es eso. —Sacudo la cabeza, estirándome a tomar la sabana. La vergüenza me abarca el rostro al ver la mancha roja sobre el colchón. Michele se endereza, mirando el punto húmedo enrojecido, que brilla como bandera de Japón.

—Ya...

—¡No mires! —Me envuelvo con la sábana, escuchándolo reír. Mi consuelo es que se cubre la cara.

—Sólo es el período. Es sangre.

—¡Basta!

Estoy roja.

—Venga ya, una mancha de sangre, uy, qué pesadilla —Bromea, y yo me voy furiosa al baño disponible. Lo escucho reír a carcajadas, y yo me meto bajo el chorro, enfurecida.

Idiota. Todos los hombres que hacen bromas con la menstruación de una mujer, son unos idiotas.

Termino de tomar una ducha, y salgo para tomar la mochila que reposa en el piso del lugar. Arrodillada en el suelo, busco un tampón, o, por lo mínimo, una toalla sanitaria que me resguarde de mi tragedia vergonzosa. Los colores vuelven a subir a mi cara, y golpeo mi frente contra los azulejos.

—Usa la copa menstrual, decían. —Me coloco de pie, asomando la cabeza por la rendija de la puerta. Michele no está y las sábanas tampoco, y el bochorno no puede incrementar más de lo que ya es.

Me muerdo el labio, no sé si tenga alguna, quizás sí, por su hermana, pero...

—Mi... Michele. —Soy cobarde. Enderezo la espalda, respirando hondo para llamarlo más fuerte—, ¡Michele!

—¡Dime!

Puedo hacerlo, puedo hacerlo.

—¿Puedes venir?

—¡Estoy algo acupado, dime! —Cuando lo escucho reír, lo maldigo por lo bajo.

—Necesito...

—¿Sí?

—¿De casualidad...? —Me corto, empiezo de nuevo—: tu hermana no... bueno, no dejó algo para... detener...

—Ah, entiendo, quieres detener el sangrado —lo escucho más de cerca—. Espera, ya te busco una compresa.

Golpeo mi frente contra la puerta, él sigue riendo y yo quiero matarlo.

Veinte minutos más tarde y lista para marchar al trabajo, camino hasta la cocina. Él se mueve de un lado al otro, mientras saltea algo en la sartén. Enderezo los hombros, altiva, mientras observo como se mueve hasta dejarme un plato frente a mí. Dos panes y huevo revuelto.

—No soy muy bueno en esto. —Me da una tierna sonrisa, y mis piernas flaquean. Me da jugo recién exprimido, y ubica su lugar a mi lado en silencio. Aunque no por mucho—: ¿Quieres salsa de tomate, o es muy roja para ti?

A puertas cerradasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora