Capítulo 30

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El abuelo mira con fijeza a Michele, que se encuentra de brazos cruzados, recostado contra el marco de la puerta. Desde mi puesto, con las manos sudando por los nervios, los miro de hito en hito. Aún después de un tiempo, no he logrado analizar la situación; siquiera expresar mis verdaderos sentimientos o soltar el montón de preguntas que, justo ahora, parecen atragantarme. Eso, más el hecho de que aún estoy en estado de shock por la situación en sí.

No han dicho nada desde que llegamos. El viejo únicamente lo mira con atención, esperando alguna explicación obvia de por qué, cuándo y dónde. A todo. Pero, por muy el contrario a sus deseos, Michele se encuentra en total silencio. Ni siquiera me ha dirigido la palabra cómo es debido.

—¿Me vas a explicar todo, muchacho? —Suelta, haciendo que el susodicho enderece la espalda.

—No hay nada que decir.

—¿Nada que decir? —Repite, con mofa—. Muchacho, no entiendo en qué momento las cosas se salieron de control anoche, pero si estabas con ellos, fue porque viniste con ellos. Entonces, ¿cuál es tu defensa?

—Abuelo —lo llamo, logrando su atención—, ¿hay otros motivos para ti?

—Sí. Podría decirse que sí. —Su voz se vuelve aún más ronca—, me cuido las espaldas, y no comprendo cómo pudieron perpetrar todo.

—Hay cosas que no tienen explicación —Michele alza un hombro—. Además, secretos tenemos todos.

—No como los tuyos, Michele.

Suelta una sonrisa sarcástica, de esas que últimamente ha repetido mucho.

—Pues qué le puedo decir —arruga los labios, en un gesto algo semejante a un puchero—; la vida se compone de muchas cosas.

—Deja de payasadas —Pablo se coloca de pie, apoyando su peso en el bastón. Con paso perezoso se acerca hasta la ubicación de Michele, que se mantiene con gesto indiferente—. Quisiera entregarte a esos cochinos seres.

—Si no quiere joderse en el proceso... —la comisura de su labio se alza—, no lo intente.

—Basta. —Me coloco de pie, sacudiendo la cabeza. Cansada de este juego de ping pong, camino hasta encontrarme hombro a hombro con ambos hombres. El intercambio de miradas no deja de ir y venir, aumentando su agresividad cada tanto; ambos pasándome por alto.

—Tu vida, esa vida que crees que dejaste atrás, te está siguiendo, Michele —dice, con voz grave—. No puedes cambiar lo que antes eras... lo sabes muy bien.

Volteo a mirar a Michele, que limpia su labio con su lengua. La sonrisa sarcástica en su boca se amplia. Se termina enderezando, sacudiendo la cabeza con sequedad.

—Me largo.

Se da la vuelta, decidido, antes de abandonar la sala. Estoy a punto de ir por él, cuando mi abuelo me sujeta del brazo. Suelta un profundo suspiro, antes de girar de nuevo la atención por el camino que me lleva a Michele.

—¿Por qué dijiste eso?

—El monstruo seguirá siendo monstruo, sin importar cuántas veces cambie de armario —me dice, soltando el agarre—. Sólo quiero que lo lleves en cuenta.

—¿Por qué lo detesta?

—No lo detesto. Detesto lo que era, sin embargo.

—¿Lo dices por su historia en los medios?

Mi abuelo me mira de reojo, suspirando profundo.

—Lo digo porque le conozco.

—Pero... —miro hacia otro lado—, él es bueno conmigo. Él no... —me atraganto con mis palabras, sin saber qué decir—. Las personas pueden cambiar.

A puertas cerradasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora