CAPÍTULO 1: "HAY UNA INTRUSA"

424 19 2
                                    

Elena Katina se preguntaba quién, exactamente, había escrito la regla de que los ladrones que irrumpen en cualquier espacio que fuera más grande que una bolsa de papel siempre tenían que saber escalar muros. Todo el mundo lo sabía. Todo el mundo contaba con ello, desde cárceles a castillos, de las películas a los parques temáticos. Quedó impresionada al constatar que los enormes muros de piedra y rejas electrificadas que se extendía ante ella, estaban atestados de cámaras de vigilancia, sensores de movimiento, todo ello con el propósito de evitar que cualquier emprendedor delincuente saltara los muros y se adentrara en el espacio privado que se extendía más allá de éstos.

Con una leve sonrisa, paseó la mirada del muro de piedra, que tenía frente a sí, a la doble reja de hierro forjado delante de la mansión que se extendía de un modo caprichoso. Tomó aire lentamente hasta que logró apaciguar el pálpito de su corazón, y entonces sacó el arma que llevaba al hombro, se internó más profundamente en las sombras fuera de la reja, apuntó a la cámara que había apostada a la izquierda, en lo alto del muro de piedra de más de cuatro metros de altura, y disparó. Con un pequeño resoplido, una bala de pintura se estrelló con fuerza contra un extremo del marco y, como consecuencia, la cámara quedó desviada hacia las copas de los árboles y con la lente manchada de pintura blanca.

"Buena puntería" pensó, y volvió a colgarse la pistola de pintura al hombro. Se apresuró a colocar un par de espejos de mango largo a cada lado de las pesadas puertas para desviar los sensores. Hecho eso, sólo tardó un segundo en intervenir el circuito eléctrico del cajetín y abrir una de las puertas lo suficiente para deslizarse por ella.

Había pasado todo el día memorizando la localización de las restantes cámaras y de los tres sensores de movimiento que tenía que evitar, y en dos minutos exactos había atravesado los árboles y el terreno ajardinado para situarse en cuclillas al pie de la escalera de piedra rojiza. Gracias a las copias de los planos y trazados, conocía la ubicación de cada puerta y ventana, y la marca y modelo de cada cerradura e instalación eléctrica. Los planos no le habían informado del color y el radio de alcance, e hizo una breve pausa mientras recuperaba el aliento y admiraba la decadencia que se desplegaba ante su vista.

La Mansión había sido construida en la década de los años veinte del pasado siglo, antes de la caída del Zar Nikolas II, y cada uno de los sucesivos propietarios que tuvo había ido agregando habitaciones y pisos y un sistema de seguridad cada vez más sofisticado. Su aspecto actual era, probablemente, el más atractivo hasta el momento: encalada, con sus tejas rojizas, rodeada de frondosos pinos y añejas higueras y una fuente del tamaño de tres autos deportivos juntos en el frente. En la parte trasera de la casa, donde se encontraba agazapada, había una pista de tenis, y al otro lado una piscina de tamaño olímpico acompañada de una cascada cuyo gorgoteo se escuchaba perfectamente desde su ubicación.

Era una propiedad privada bien protegida y había sido creada para adaptarse a los caprichos de las personas que la habitaban más que a los de la naturaleza. Después de más de ochenta años de elegantes modificaciones y de expansión, la casa pertenecía ahora a alguien con un enorme poder adquisitivo y un ego igualmente desmedido y que además resultaba encontrarse en esos momentos fuera del país.

Los marcos de puertas y ventanas estarían fuertemente electrificados, pero, en ocasiones, los sencillos trucos de toda la vida eran mejores. Como en cierta ocasión dijera su buen amigo Kyril: "Cuanto más elaborada es la instalación, más sencillo es bloquearlo". Echando un vistazo a su reloj para confirmar cómo iba de tiempo, sacó un rollo de cinta adhesiva de tela de color gris. Con ella, Elena elaboró un amplio círculo de unos noventa centímetros de radio, en la parte inferior de la cristalera del jardín, luego sacó una ventosa y un corta-vidrios de su mochila. El cristal era grueso y pesado, y el apenas audible chirrido que hizo al extraer la pieza circular que había cortado fue mayor de lo que le hubiera gustado. Estremeciéndose, colocó el círculo sobre la grama y volvió a la abertura que había hecho.

LADRONA DE CORAZONES [tATu]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora