XX: Virtudes en alto

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—No puedo creer que he podido entrar al proyecto —dijo Dylan con alegría—. No puedo esperar poder ser el primer can en Marte.

—Dylan, siempre supe que lo lograrías. A lo que no me cabe duda que lo tuyo es el mejor sueño que un can de tu edad pueda tener —lo abraza.

—Gracias, amor. Te amo —le da un beso corto en sus labios—.

—Y yo también, mi gran soñador.

Hablaban en la casa del árbol. El abrazo grupal los había dejado sin aire para respirar. Con suerte, se separaron después de diez segundos del cariñoso festejo por la aprobación de Dylan. Por fin, su sueño comenzaría hacerse realidad. Ser el primer perro en poder pisar Marte. Está completamente emocionado de comenzar con esa exploración.

La tarde fue muy amigable para la pareja manchada. Estaban pasando tiempo juntos. Dylan aprendió un poco más en poder manejar la skateboard y Dolly... aunque le aburría leer, le gustaba aprender un poco más de astronomía. Todo sea para mostrar una gran sonrisa en sus rostros. Siempre unidos a pesar de que algunos miembros de su familia hablaban de sus diferencias. Como si se tratase de una pareja tóxica por sus personalidades. Pero como los humanos dicen: «Deja guiarte por el corazón y no por el exterior de la persona».

En el patio trasero del hogar, Dylan estuvo entretenido con su esposa dando saltos en el trampolín. Cada vez que subía, sentía una inseguridad en su cuerpo. La adrenalina en su corazón incrementó, los pelos se le pusieron de punta y las pupilas de los ojos se enchicaron. Cuando bajó del trampolín, parecía un gato espantado cayendo de pie de un árbol alto. Tieso estaba en su cuerpo, le incomodaba mucho ese sentimiento de inseguridad por esos movimientos bruscos. Hasta sentía que el suelo se sacudía como un sismo de la república chilena.

Su amada lo concilia para tranquilizarlo. A lo que dio resultados efectivos, pero él rogaba con el deseo de no volver hacerlo. No le vaya a provocar un infarto por ese miedo de caer lastimado —no era lo suyo la altura y el riesgo. Aunque mínimo fuera—.

Lo que Dolly extrañaba era salir a practicar con su skateboard. Pero por el accidente que tuvo Dylan en la acera de una avenida, se quebró en dos partes iguales. Era irreparable, por las grietas y rasguños que se quedaron en la tabla de la patineta. Además de perder varias piezas que la componen. No era coraje porque lo rompió, era desánimo por no poder tener su skateboard en sus patas como antes.

Con la ausencia de su skateboard, sintió un vacío en su alma por no producir adrenalina de patinar en las aceras de las calles y la pista de patinaje del parque de Camden Town. Pero el entretenimiento con su amada mancha del corazón, Dylan Dálmata —así lo llamaba cariñosamente. Era una de las más cariñosas maneras de nombrar al amor de su vida—, era imparable. Hasta soltó un suspiro amigable y recordaba la misma frase que la animaba cuando pensaba en él: «no sabes lo tanto que te amo, Dylan».

Mientras la diversión seguía, había momentos en que Dylan ya debería preparar sus cosas para su viaje hasta los Estados Unidos de América. Ya faltaban tres días para que se vaya a la NASA. Bueno, su vuelo está programado para tres días.

En la maleta, guardó pocas cosas —obviamente un perro no lleva tantas cosas para un viaje aéreo—. Tomó unos libros para estudiar un poco más sobre astronomía, unos utensilios que usa para aseo personal, documentos y, hasta incluso, una fotografía de toda su familia. Era muy bella como para sentirlos de cerca. Estaba puesto sobre un marco para fotografía, con un diseño infantil. Lo guardó cuidadosamente. También guardó una fotografía de él y su amada dálmata. Sonrió por ver esa imagen tan conmovedor: era de cuando estaban acostados en la cama de Dolly; mientras Dylan tomaba la fotografía, Dolly lo abraza desde el cuello y lo mira con esos lindos ojos resplandecían de la maravilla.

La constelación perfectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora