Marzo.

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Segundo paso: Primavera.

Gilbert.

Hoy se cumple un mes de la muerte de papá y me sigue doliendo de la misma forma tan intensa como cuando me levanté a llevarle el desayuno y lo encontré muerto. Al menos el ángel de la muerte se lo había llevado estando en los brazos de Morfeo. Me tranquilizaba saber que en sus últimos minutos de vida no había sufrido. Aun cuando no quería que su hora llegara, en el fondo sabía que era inevitable y no tenía ningún sentido postergar las cosas.

Eso no quería decir que no lo extrañara cada maldito segundo.

Me levanté a las malas, sabiendo que en unos minutos Shirley vendría a dejarme las tareas de esta semana. Me negaba a salir de casa, cosa que los maestros y el director de la preparatoria comprendían y por lo cual, no tenían problema en enviarme mis deberes con algún compañero.

Me parecía innecesario, para algo existe el internet desde hace años, podía recibir mis deberes por correo o por cualquier otra red social, pero no quisieron hacerlo de ese modo. No iba a quejarme, y menos cuando me daban la oportunidad de molestar a la pelirroja cada vez que venía.

Luego de salir de la ducha, me quede viendo mi reflejo en el espejo por unos segundos.— Estás en la inmunda, Blythe.

Estaba ojeroso, había adelgazado considerablemente y tenía los ojos hinchados aun después de ducharme. El timbre de la puerta interrumpió mi análisis corporal y me obligó a ir rápidamente a atender a la ojiazul.

Mostré mi mejor sonrisa al verla.— Ya te estabas tardando, Shirley.

Anne rodo los ojos, su semblante de enfado cambio radicalmente al verme. Sin camiseta. Y estaba seguro que su gesto de asombro no se debía por estar viendo mi pecho desnudo —al menos no del todo— sino por la extrema delgadez que se me notaba.

—¿Por qué no estás comiendo bien?— me pregunta con enojo.

Me pongo nervioso, queriendo evadir el tema, me hago el desentendido.— ¿Cómo sabes que no...?

—¡Porque no soy estúpida, Blythe!— gruñe, entregándome los libros con fuerza y pasando a mi casa, en dirección a la cocina.

Ella jamás había entrado a mi casa por voluntad propia.

—¿Qué haces?— cuestionó, dejando los libros sobre el comedor y acercándome a ella.

Está sacando ingredientes de la alacena y encendiendo la estufa.— ¿Tú qué crees?

Anne Shirley Cuthbert iba a cocinarme. Por elección propia. ¿O estaba alucinando? Tendría sentido lo de las alucinaciones, después de todo, esa última semana en especial no había comido casi nada. Comer tan mal ya estaba afectando terriblemente a mi cerebro.

—Anne, no es necesa...

—Sí, sí lo es, no me voy a ir de aquí hasta que hayas comido bien.

Esa agresividad con la que expulso sus palabras me hizo retroceder un poco, sabía por experiencia que era mejor no contradecirla cuando estaba enfadada. O hacerla enojar en general.

Ese golpe que me dio en la mejilla con el libro de historia seguía doliendo cada vez que lo recordaba.

Si un golpe de esos me había dejado mudo, no quería saber cómo sería si me da un sartenazo.

Era mejor no averiguarlo.

—De acuerdo, pero solo si tú también comes lo que vas a preparar, no vaya a ser que tu plan sea intoxicarme.— le aclaró con un tono burlesco.

Estaciones | Shirbert.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora