7: El Cantar de los Nibelungos

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Leo una y otra vez el papel amarillo con las coordenadas escritas en tinta negra. Camino de un lado al otro con nerviosismo.

¿Qué hago ahora?

Tomo mi mochila y las llaves del auto.

—¡Papá, ya me voy! —exclamo a través de la mampara.

Papá eleva su mano, despidiéndose de mí a través del cristal. Andrea se despide también con una sonrisa y una sacudida de manos.

Parece que será una visita larga.

Echo a correr hacia mi auto y me dispongo a conducir hacia la escuela. Es tarde para pasar por la casa de los chicos y llevarles el papel. Al llegar, el lugar donde suelo aparcar está siendo ocupado por otro auto. Gruño, molesta y me resigno a seguir dando vueltas en busca de un sitio libre.

Camino por la entrada, buscando alguna señal de mis amigos. Veo a la mitad de los Harrison deambular cerca de los árboles, me acerco a ellos a paso rápido, pegando la hoja amarilla a mi pecho.

No sé cómo les diré esto ni cómo explicarles de dónde llegó. Estoy por abrir la boca y enseñarles el papel con las coordenadas pero entonces una ancha espalda se interpone entre nosotros.

—Nos llegó esto —Nash les dice.

Le empujo, quedando junto a él. Entre sus manos lleva una hoja como la que dejaron bajo mi puerta esta mañana, estoy por decirles a los Harrison que también me llegó una pero entonces llega Jade con otra hoja igual.

—Veo que a todos nos llegó la misma hoja —comento.

—Debemos ir —Troye sacude su cabeza, sacando las llaves de la camioneta que comparte con sus hermanos.

—Sí, a clases —dice el profesor Calvin, interceptándonos antes de que podamos ir más lejos.

—Pero...

—Adentro, todos —ordena.

Resignados avanzamos con el resto de alumnos hacia el interior del edificio.

—¿Por qué otra vez la secundaria? —pregunta Nathan, en una queja hacia sus hermanos.

Voy hacia mi casillero refunfuñando y saco los libros para la primera clase del día. De pronto el bullicio de los pasillos desciende de manera abrupta, frunzo el ceño, preguntándome qué puede haber pasado ahora.

Estiro el cuello, entornando mi vista hacia la entrada, donde dos estudiantes que parecen ser nuevos ingresan. Una chica y un chico, la chica es de baja estatura, de complexión delgada y largo cabello lacio, se quita los lentes de sol, revelando los ojos más azules que haya visto alguna vez.

Una mano se cierne sobre mi muñeca, tirando de mí con fuerza lejos del pasillo. Es Nathan quien tira de mí corriendo a toda prisa por el pasillo, giramos, haciendo las plantas de nuestros zapatos chirriar contra las baldosas antes de que nos encierre a ambos en el armario de limpieza.

Él se pega a la puerta, estirando los brazos para que nadie pueda abrir la puerta, mantiene expresión aterrada mientras ve sobre su hombro a través de las persianas.

—Esto ya no debería sorprenderme —murmuro—, pero aún así me perturba... ¿Ya perdiste la cabeza?

Baja la persiana de la ventana y le pasa el seguro a la puerta.

—Guarda silencio —susurra, tapando mi boca con sus manos.

Se asoma a ver una vez más por las persianas.

—¿Qué pasa? —susurro.

—No digas nada, espera a que se vaya... —dice suplicante.

Me quedo en silencio, quieta como maniquí de tienda departamental hasta que él vuelve a respirar, sus hombros se relajan. Tira de la capucha de su sudadera, ocultándose en ella.

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