2. Tratar de ignorar lo que me daña.

13.8K 1K 118
                                    

Annabella

El sol casi se pone, lo veo esconderse detrás de los árboles que se mueven por la brisa fresca. Cierro los ojos, añorando sentir ese viento jugar con mi cabello y acariciar mi rostro. Pero no será posible, al menos, no hoy.

Despego la mano de la ventana y camino hacia el baño, buscando un pantalón largo de deporte color gris, uno que tiene unos elásticos en los tobillos y otro en la cintura. Tomo una camisa blanca de mangas largas, y unos calcetines del mismo color. Me visto con lentitud y con desgana, salgo nuevamente hacia la habitación. Tomo un libro, cualquiera, después de todo, ya me los he leído todos en estos últimos cinco años.

Voy hacia el pequeño sofá junto a la ventana, mientras observo como las camionetas de seguridad entran a la casa, indicando que el señor había llegado.

Estúpido imbécil.

Gruño entre dientes y miro el libro, es estúpido seguir enojándome por pequeñeces como él y su maldita actitud arrogante y cavernícola.

«Lloraba con los ojos en alto, sin pasarse las manos por la cara, lloraba con orgullo»

Mario Benedetti me describe a la perfección, esa soy yo. A la que no le da vergüenza llorar frente al neandertal de su esposo, ese que me mantiene en cautiverio como si fuera de su propiedad. Aunque, prácticamente es así, soy suya.

Aunque no de la manera en la que quisiera.

Pero me acostumbré, le di frente a mis desgracias y me planté contra el mundo. Me propuse a mi misma tratar de ignorar lo que me daña.

Vuelvo a ver el libro, pasando mis dedos por cada página, leyendo cada sentimiento que Mario plasmó en papel. Que imprimió en el alma de todos sus lectores, en personas como yo.

La puerta se abre, mi respiración cambia, su perfume inunda cada rincón de la habitación y envía corrientes eléctricas a cada parte de mi cuerpo. Suelto un bufido, lo ignoro olímpicamente, me mantengo al margen.

—Ven a cenar —ordena, no me muevo, mantengo mis ojos fijos en el libro entre mis manos—. Annabella.

No respondo, mis labios no encuentran mi voz, mis oídos no escuchan.

—Maldita sea —sisea y siento sus pasos, su mano se cierra alrededor de mi brazo y tira de mi con brusquedad hasta tenerme de pie frente a él. Mis ojos se encuentran con los suyos, tan cautivadores como siempre, más aterradores que nunca—. ¿Puedo saber que demonios haces?

—Decidí reprimir todo aquello que me lastime —susurro a centímetros de su rostro—. Y lo único que me lastima; eres tú.

Aprieta la mandíbula, está luchando contra el enojo, después de todo, estos cinco años sirvieron para conocerlo como la palma de mi mano.

—Estás malditamente loca —me espeta cerca de los labios, pero trato de no darle importancia.

Él no me ama, yo no puedo amarlo.

—Es preferible que lo sea, así me concentro en otra cosa que no seas tú humillándome todos los días. —Siseo, sus ojos son fuego marrón, potente y dominante—. Ahora suéltame, me lastimas.

—Estás confundiendo tu lugar, dulzura —dice con zalamería, acercando su rostro al mío, permitiéndome sentir su aliento mentolado contra mis labios. Las piernas me tiemblan, el vientre se me aprieta deliciosamente lento—. El que da las órdenes soy yo, mi amor, así que recuerda tu papel.

—Soy tu maldita esclava, eso lo sé —susurro, su mano se aprieta más en mi brazo—. Dom...

—Vas a dejar el puto libro y vas a bajar a cenar, no es una pregunta —me suelta, mi brazo palpita y mi boca suelta un quejido—. Te espero abajo.

Sr. Y Sra. Whittemore (Saga D.W. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora