—Es «mucha mierda» —dice—. El dicho. «Mucha mierda», no «mucha polla».
Suelto un gruñido de exasperación. No es momento para la semántica.
—Como si una buena polla fuera exponencialmente peor —replico. No me creo que estemos teniendo esta conversación.
—Cierto —dice con una inclinación de cabeza, todavía con una sonrisa de diversión en los labios que me molesta lo bastante como para explayarme.
—Para que lo sepas... —lo apunto con el dedo para reforzar mi argumento, pero me interrumpe antes de que vaya más lejos.
—Que yo sepa... —dice con las cejas arqueadas en un gesto divertido—. ¿Necesitamos un taquígrafo de tribunal presente? ¿Debería llamarlo?
No puedo con este tío.
—Para que lo sepas —empiezo de nuevo, después de fulminarlo con una mirada que dice que más le vale que me deje terminar—, la frase «mucha mierda» es una expresión irónica para desear buena suerte. Así que decirle a alguien que le deseas mucha polla cuando está a punto de follar es una adaptación brillante de la frase.
Cruzo los brazos con aire triunfal porque, cuando tienes razón, la tienes. Y tengo razón. Hasta puede que suba la frase al diccionario de lenguaje coloquial porque creo que esta tiene verdaderas posibilidades de ponerse de moda.
Suelta una carcajada antes de sacudir la cabeza, darse la vuelta para retirarse pasillo abajo y volver por donde vinimos. Sus pasos reverberan en los suelos pulidos de hormigón.
—Estás loca. Eres mona, pero estás loca —masculla mientras sube las escaleras.
—No. En realidad, soy muy divertida. Eso solo era una prueba de ello. —Subo los escalones trotando para alcanzarlo en el rellano e interrumpirlo—. Y nadie me ha llamado «mona» desde que tenía doce años. Y ya tengo unos cuantos más.
—Ya lo veo —responde. Hace una pausa significativa cuando sus ojos se pasean por mi escote.
Vaya, por fin funciona el iluminador corporal.
—Bien. ¿Qué más quieres ver?
Coloco la mano en la barandilla bloqueando el paso para que no escape y con la cabeza ladeada en lo que espero que parezca una invitación atrevida.
—¿Perdona? —La arruga que se le forma en la frente cuando me mira es alucinante. La risa que asoma a sus labios contradice la incredulidad de su expresión.
Quiero que me bese. Si no me besa pronto, me moriré. Derretida en un charco penoso de deseo sexual. Muerta por la negación de sus labios perfectos.
—Quiero mucha polla, la tuya —le ofrezco, pero me avergüenzo de lo que acabo de decir—. Está bien. —Retiro la mano de la barandilla y hago un gesto para que se detenga—. Admito que la adaptación no funciona.
—No del todo. —Sacude la cabeza con una sonrisa en los labios.
Doy medio paso hacia él. Maldita sea, también huele bien. Es guapo, huele bien y estoy segura de que también sabe bien, si tan solo pudiera rozar sus labios con los míos. O lamerlo. Llegados a este punto, me decidiría por lamerlo si no pensara que eso enrarecería las cosas.
—Lo que sea. Ya me entiendes —susurro, y me acerco un poco más. «Bésame».
—Paso. Espera, ¿qué?
Estoy segura de que, si buscas la palabra «incredulidad» justo en este momento, saldría una foto con mi cara. Saldría en uno de esos clips animados de tres segundos y lo único que se movería serían mis pestañas, parpadeando despacio en bucle.