Quiere que cenemos en The Cheesecake Factory.
Sí. The Cheesecake Factory. Un sábado por la noche.
Y lo ha elegido él.
Tardamos cuarenta y siete minutos en conseguir una mesa. Los he contado todos y cada uno. Y no pide tarta de queso.
Cena salmón. Con brócoli. Sin postre. Un poco más y tenemos nuestra primera pelea.
Yo pido una pizza barbacoa con pollo y sin cebolla porque aún tengo la intención de acostarme con él, aunque haya escogido a propósito un restaurante con una lista de espera tan larga con el único motivo de reírse a mi costa. También pido dos trozos de tarta de queso para llevar. Los dos para mí.
Después de cenar, las cosas por fin comienzan a animarse.
—Necesito parar en un supermercado —dice, y toma la salida hacia la izquierda del restaurante en lugar de hacia la derecha, de vuelta a Beltway y a mi apartamento.
Di que sí, joder.
—¿Necesita suministros para cobrarse su victoria, caballero? —pregunto con el ronroneo más sensual de mi repertorio y le recorro el antebrazo con la yema del dedo. Mi imaginación ya está desbordante de ideas.
—Exacto. —Me da un beso en la palma de la mano antes de dejarla sobre la guantera, entre los asientos. Me dedica una sonrisa fugaz y, luego, fija de nuevo la atención en la carretera.
Ah, sí. La ciudad del vicio. Va a pasar.
—Quédate aquí —me dice cuando aparca el coche—. No tardo.
Vuelve a sonreír con picardía, echa un vistazo rápido a mis labios y se va. El motor todavía está en marcha y el pulso se me acelera a medida que transcurre el tiempo.
¿Qué se puede comprar en Target? Las pinzas para pezones quedan descartadas. A menos que vaya a comprar una caja de pinzas para papeles. Me estremezco al pensarlo. Eso no puede ser, así que descartado.
¿Cinta de embalar? La cuestión es que no me imagino la manera de quitarla sin que duela y en realidad no busco sentir un dolor real, solo un dolorcillo divertido. Puede que, como mucho, una ligera quemadura si me ata con cuerdas.
¿Lubricante? Venden lubricante, ¿verdad?
Esto es una tortura. ¿Cuánto tiempo hace que se ha ido? Miro el reloj del salpicadero y desearía haber comprobado la hora cuando ha salido del coche. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
¿Trece minutos? ¿Diez minutos? No tengo ni idea.
A lo mejor ha decidido aceptar la oferta de ser el guardián de mi mazmorra perversa y está comprando un disfraz de prisionera sexy para mí. ¿Qué aspecto tendría? ¿Me haría ponerme sujetador y unas braguitas negras? ¿Y unas medias sujetas con un liguero? ¿O hará que me vista con una camisa vaquera sin nada debajo y que apenas me cubra el trasero?
¿Qué pasa si en realidad simplemente se ha quedado sin pasta de dientes?
No he estado más cachonda en mi vida. Y con mi vida me refiero a que estoy tentada a meterme la mano en los pantalones y masturbarme en el aparcamiento. No lo hago porque hay buena iluminación y no quiero que me detengan por exhibicionismo público, aunque estoy casada con un abogado penalista muy bueno. Pero estoy tentada. Lo que sí hago es cruzar las piernas con fuerza mientras espero.
Doce minutos. Además de los que he olvidado contar al principio.
Pasan otros tres minutos antes de que vuelva. Tenía la cabeza ladeada para ver el momento en que apareciera tras las puertas automáticas, así que lo veo al instante en que estas se abren y sale con una bolsa en la mano.