Una amenaza invisible

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Apenas consigo dormir. Me despierto una y otra vez por miles de pesadillas distintas. En algunas, estoy otra vez en la arena y la sensación es tan real que cuando me despierto estoy sofocado, como si hubiera corrido por mi vida. En otras, soy juzgado en un tribunal del Capitolio, que me declara culpable, aunque no sé que castigo me imponen, porque por suerte me despierto gritando de golpe, aunque mi familia no me escucha y lo prefiero. Tendría que darles demasiadas explicaciones si me oyeran y desde que bajé del tren decidí que no iba a contarles ciertas cosas, como el tema de la investigación.
Me dejan quedarme en la cama hasta el medio día, y cuando por fin bajo las escaleras hacia el salón, ligeramente animado por haber sobrevivido a mi primera noche en casa, mi energía se agota enseguida al ver un el día va a seguir la línea del anterior. Fotos, dar un paseo por el Distrito mientras me hacen más fotos, gente que se acerca a saludarme, más fotos, comentarios que se repiten una y otra vez a los que tengo que sonreír y por supuesto, más fotos. La noche también se parece a la anterior: apenas duermo, me despierto una y otra vez con pesadillas horribles y cuando por fin caigo rendido por el agotamiento, está apunto de salir el sol.
Esta dinámica se repite durante tres días consecutivos y es tan espantoso que creo que nunca antes había estado peor que ahora.

Finalmente, el tercer día, parece que los periodistas han conseguido todo lo que querían, porque recogen todas sus cosas y por fin ponen rumbo a la estación de tren, donde regresan al Capitolio a última hora de la tarde.
Su partida me anima un poco, pero estoy demasiado agotado como para celebrarlo.

Mis padres, por supuesto, no me han quitado el ojo de encima durante estos días, y aunque han puesto todo su empeño en hacerme saber que están aquí para todo lo que necesite, no me apetece hablar de nada de lo que me preguntan. Les digo que no me pasa nada pero evidentemente no me creen y aunque siento mucho estar preocupándoles tanto, estoy demasiado cansado como para hacer algo. Es como si mis emociones estuvieran tan entumecidas como lo estoy físicamente.

Abro los ojos de golpe y vuelvo a la realidad de sopetón. Estoy en mi habitación, en la de mi nueva casa. Empapado de sudor y con la boca seca, me incorporo como puedo mientras intento sacarme las pesadillas de la cabeza. Estaba en la arena, en aquella zanja de barro en la que luché contra Lartius en la final, solo que esta vez no me perseguía a mi. Jade y Sylk me llamaban a gritos suplicándome que fuera a ayudarlas, pero nunca conseguía avanzar por el barro. No sé como he conseguido despertarme, pero la sensación ha sido tan real que tengo que mirarme bien las manos para asegurarme que no tengo restos de barro.
Estiro el brazo y cojo un reloj de madera que tenía en la mesilla de la habitación de mi antigua casa. Mis padres han ido trayendo algunas de nuestras cosas y han ido encontrándoles un nuevo lugar entre el elegante mobiliario, pero desentonan tanto como nosotros. Mi madre quería tirar el reloj porque es muy antiguo y la madera está bastante estropeada, pero no le he dejado. De hecho, he quitado todos los objetos que había en la mesilla de noche y los he remplazado por todos los que tenía en la mesilla de casa en un intento por conseguir hacer la habitación más mía, pero lo único mío parece ser este punto de la habitación.
Cuando mi vista se acostumbra a la oscuridad consigo ver que en el reloj están apunto de dar las cinco de la mañana. He dormido casi una hora y diez seguido, todo un record. Estoy tan sudado que me da asco tumbarme en la cama y taparme con la sábana, así que me pongo de pie y abro la ventana del balcón.
El aire me vendrá bien.

Nada más abrir la puerta blanca de cristal, el sonido del mar ruge con más fuerza, aunque está en calma. El horizonte empieza a clarear ligeramente y la brisa fresca me acaricia la cara, tranquilizándome casi de forma instantánea. Doy unos cuantos pasos hasta la barandilla, a la que me aferro con fuerza. La vista es increíble. Si la gente del Capitolio pudiera lo que se pierde, se negaría a vivir en su ciudad artificial.
Cierro los ojos y respiro hondo antes de extender los brazos sobre la barandilla y apoyar la frente contra ella. Quitando el momento en el que por fin me reencontré con mi familia, este ha sido el único en cuatro días en el que he vuelto a sentir de verdad que he vuelto a casa.
Sin gente desconocida que me para por la calle, sin fotógrafos, sin sonrisas forzadas ni preguntas comprometidas.
Solo yo y lo que más feliz me hace en el mundo, el mar. Mi hogar.

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