Las cabezas de los revolucionarios colgaban en picas de oro desde los ventanales del Palacio de Invierno como signo de advertencia a la población. La voz de que Anastasia I de Románova había sido secuestrada por Damien Obolénski había corrido como la pólvora y el país estaba sumido en el caos más absoluto; dividido entre los partidarios de Nicolás y los detractores del mismo.
Las calles se habían convertido en el campo de batalla de los ciudadanos de a pie, enfrentados unos contra otros. Hermanos contra hermanos. Pero la gran mayoría de ellos seguía siendo fiel a Damien y habían tratado de asaltar el Palacio para destronar a Nicolás von Wittelsbach, que era visto como un usurpador y el posible asesino de la Emperatriz. La Guardia Imperial, sin embargo, se había encargado de contener la furia de un pueblo que sentía traicionado, humillado y esclavizado. La matanza de la Plaza había dejado a muchos huérfanos y viudas deseosos de venganza. Algunos juraban por Dios que Anastasia era la autora del crimen, puesto que ella había sido quien los había convocado. Otros, en cambio, seguían creyendo en ella y en la buena reputación que se había labrado durante su mandato.
Anastasia no solo había intentado encontrar un equilibrio entre conservadores y liberales, sino que había impulsado decenas de reformas y proyectos solidarios para los más necesitados; hospitales, escuelas y centros culturales proporcionaban a los rusos servicios que antes eran escasos o fraudulentos.
Nadie sabía que creer, esa era la triste realidad. Los poderosos siempre daban una versión de los hechos que bien podía ser cierta o no. Y dependía de los demás tratar de sacar las conclusiones más cercanas a la verdad: una verdad reservada solo para las clases dominantes y que, en ese caso, Nicolás vapuleaba a su antojo.
La mesa alargada y rectangular de la sala del consejo estaba presidida por el regente, que estudiaba con frialdad a los siete hombres que lo rodeaban: los consejeros. Ser Thonas, Ser Lancel, Ser Makari y Ser Vladimir, que ocupaba la silla del difunto Maximus Turbin, estaban de su lado. Ser Aaron y Ser Sokolov formaban parte del bando contrario. Solo había una silla vacía: la de Damien.
—¿Colgar cabezas en picas? ¡Esto es una vergüenza! Un ultraje a los derechos adquiridos por la humanidad después de la oscura época medieval. Pensé que era una mofa cuando sugirió semejante despropósito —apuntó Ser Aaron, graduado en las mejores universidades de Rusia y un amante de la cultura. No se consideraba un liberal, pero no era partidario de los absolutismos injustos.
—No suelo hacer... ¿Cómo dice? Mofas —arrastró la palabra con la misma apatía que lo miró—, sobre mis decisiones políticas.
—Qué respuesta tan miserable —replicó Ser Sokolov—. No es la explicación que necesitamos.
—¿Explicaciones? —Sonrió Nicolás en una mueca temible.
—Sí, explicaciones —reclamó Ser Aaron, levantándose de la silla—. Si Damien Obolénski ha secuestrado a nuestra Emperatriz, tal y como nos quiere hacer creer, ¿por qué no ha exigido ya un pago o por qué no se ha comunicado con nosotros para negociar las condiciones? Valerián Madátov asegura que nuestra Alteza Imperial le ordenó proteger a los revolucionarios que sus guardias se encargaron de asesinar instando a la Guardia Imperial con embustes.
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El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.
Historical FictionRetirada para su venta. Anastasia Románova ha sobrevivido a las intrigas del Palacio de Invierno y se ha coronado como emperatriz de todas las Rusias. Pero Nicolás von Wittelsbach, rey de Prusia, quiere venganza y poder. Los acuerdos a los que llega...