Capítulo 7-El despertar del monstruo

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Luisa de Prusia, envuelta en crepé negro, esperaba pacientemente al lado su hijo a que este despertara. Lo hacía mientras rezaba y se lamentaba por su hado. Si Nicolás moría, ya no le quedaría nada en ese mundo. Su marido había muerto años atrás al igual que su hijo mayor, Klaus. Por eso, vestía el luto de forma permanente, aunque a juzgar por las ojeras lastimeras que se habían apoderado de su mirada, alguien diría que no necesitaba de ropajes negros para transmitir su dolencia. 

—Parece que va a despertar —informó la doncella encargada de cambiarle las gasas al Rey. 

Luisa se levantó de la silla inmediatamente y con una mano sobre el corazón y la otra sobre la frente de Nicolás, se quedó muy quieta a la espera del milagro que había estado esperando durante un largo y costoso mes. Poco a poco, Nicolás abrió los ojos tal y como la doncella había vaticinado. Lo hizo muy lentamente al principio, estaba pálido por toda la sangre que había perdido y por todo lo que había luchado su cuerpo para sobrevivir. Parecía débil, parecía ese niño que un día su madre acunó entre sus brazos. Pero después de unos segundos, Nicolás abrió los ojos completamente con un golpe de fuerza rápido e inesperado; como si quisiera atacar a alguien y matarle de un punzante mordisco. Luisa, que jamás había temido a su hijo a pesar de lo que se rumoreaba, se esforzó por regalarle una sonrisa. 

—Hijo, soy yo... No te muevas. Estás en un lugar seguro, te atacaron en el bosque. Pero ya estás fuera de peligro —le dijo con el candor que la caracterizaba, ignorando el temible cariz que había adoptado el semblante de Nicolás—. Corre, avisa al doctor —ordenó Luisa a la doncella, que se marchó deseosa de abandonar el lugar. 

—Madre —respondió la serpiente en un siseo frío, intentando erguirse y atemorizando a los presentes. 

—No te levantes —Lo detuvo con amor. —Tenemos que esperar a que el doctor nos de su visto bueno.

—Necesito levantarme —contrapuso, resistiéndose al agarre de Luisa y apoyando su espalda sobre el cabecero de la cama mientras se llevaba una mano sobre el costado derecho, que le dolía como si el puñal de Anastasia siguiera clavado en él. El Rey miró a su alrededor, a juzgar por los emblemas que decoraban la estancia todavía estaba en el Palacio de Invierno. Pasó sus pupilas verticales a través del lugar, en busca de alguno de sus hombres. Vio a Ser Johan con el uniforme negro de la Guardia Real, inamovible en una esquina. —Dejadnos a solas —imperó, mirando fijamente a su secuaz, que se acercó a su cama ante el reclamo silencioso del monarca. 

—¡Pero hijo! —se quejó Luisa, acariciándole el rostro—. ¡Acabas de despertar! Lo que necesitas es descansar, cualquier otro asunto puede esperar.  

—Madre, por favor- No insistas —suplicó el Rey, apartándola con delicadeza, pero con contundencia—. Más tarde complaceré sus deseos, ahora necesito que salga de la habitación y que le pida al doctor que espere. 

Nicolás von Wittelsbach respetaba a su madre por encima de todo. O eso intentaba. El hecho de haber sido cómplice del asesinato de su padre y el autor de la muerte de su hermano, no mermaba la consideración que sentía hacia Luisa de Prusia, la que fuera la princesa más hermosa de Europa en su juventud. Ella era la única que siempre lo había cuidado, leal a su persona. Sin embargo, su ambición por el poder estaba por encima de todo o, como él lo llamaba: "el deber".

—Está bien —accedió al fin aquella sombra de lo que un día fue, apagada y sumisa, Luisa obedeció a su hijo (tal y como se esperaba de una buena mujer prusiana) y salió de la recámara acompañada por su séquito y el resto del servicio. 

—A sus órdenes, Mi Rey —se apresuró a decir Ser Johan, mostrando claros signos de inseguridad que trataba de ocultar sin éxito.

—¿Dónde está esa zorra? —siseó Nicolás, tranquilamente y con los ojos bien abiertos puestos en el pobre muchacho. 

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora