Capítulo 4-La astucia del zorro

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La ambición no hermana bien con la bondad, sino con el orgullo, la astucia y la crueldad.

Leon Tolstoi

El beso sacudió a Anastasia, dejándola sin sentido, intoxicada

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El beso sacudió a Anastasia, dejándola sin sentido, intoxicada. Durante un instante de extrema estupidez no entendió lo que estaba sucediendo. Después lo hizo. Se preguntó si empujaría al Rey y le daría su merecida bofetada con aires de indignación. Se preguntó si entraría en una catarsis emocional y se desmayaría sobre el suelo como una dama remilgada. Sin embargo, la pasión no atendía a razones, por muy poderosas que estas fueran y no hizo nada de eso. 

Muy al contrario, se dejó besar mientras sentía todo el peso de la tentación sobre su piel humedecida. Un deseo irrefrenable se había apoderado de su ser y estaba dispuesta a hacer realidad sus sueños nocturnos, a concederse un capricho y a dar rienda suelta a los secretos más bien guardados de su corazón. Esos sueños cerrados con llave y escondidos en lo más profundo de su alma. ¿Qué podía suceder? ¿Por qué debería detenerlo? Tal vez jamás se le volviera a presentar una oportunidad como aquella en la vida. La oportunidad de caer en picado en el delirio de la lujuria. La oportunidad de sucumbir al veneno de la serpiente y de morir en su constricción con el máximo placer que existía en la Tierra.

Después de todo, nada era definitivo. Podría parar cuando quisiera, ¿verdad?

Nicolás la aplastó contra la pared sin dejar de besarla con fuerza, enrojeciéndole los labios y arrancándole suspiros que pedían más. Sus labios y sus lenguas se habían unido en un baile perfectamente sincronizado. Eran el uno para el otro a pesar de las enemistades, de las guerras, de los asesinatos... Allí estaban otra vez, perdidos en esa pasión que lejos de haberse apagado con el tiempo, resplandecía con más furor que nunca. Incluso, algunos fantasiosos, habrían jurado que salían llamas del iglú.

Aplastada contra la pared, le devolvió el agarre a Nicolás: lo cogió por la nuca, hundiendo sus dedos blancos en su pelo negro y sedoso. Sintió la frialdad de la serpiente bajo sus manos, que ya estaban bastante heladas de por sí. Pero hay frialdades que superan lo predecible, que queman, y eso le ocurrió. Se quemó con su roce, pero no le importó. Es más, deseaba arder con sus abrazos helados, con sus besos apasionadamente tóxicos y con su necesidad masculina. Era tal la vibración, que llegó a pensar que perecería, que moriría de éxtasis. 

En busca de un poco de realidad para no enloquecer definitivamente, abrió sus ojos azules. Descubriendo con ese miedo tan placentero que Nicolás la estaba mirando fijamente. Él no había cerrado los ojos en ningún momento. Sus pupilas verticales se habían dilatado y el resplandor de una criatura mítica cayó sobre ella alejándola de ese pequeño instante de realidad que había querido encontrar. La locura abordó su mente y tras ese reconocimiento mutuo en el que Anastasia quebró el hielo de sus ojos azules para dar paso al fuego, se abalanzaron el uno sobre otro de nuevo, comiéndose a besos desesperados y ruidosos. Besos que vibraban, que palpitaban y que hacían estremecer a la Emperatriz. 

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora