Retirada para su venta. Anastasia Románova ha sobrevivido a las intrigas del Palacio de Invierno y se ha coronado como emperatriz de todas las Rusias. Pero Nicolás von Wittelsbach, rey de Prusia, quiere venganza y poder. Los acuerdos a los que llega...
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Nadie es un villano en su propia historia. Todos somos los héroes de nuestras propias historias.
George R.R.Martin.
La nieve caía sobre el suelo; era una capa blanca que cubría San Petersburgo como un manto sobre la ciudad dorada.
La emperatriz, estaba de pie en el balcón de los aposentos imperiales, castigado por el frío. Era el único lugar en el Palacio de Invierno desde el que se avistaba la estatua de Pedro el Grande, el Jinete de Bronce. Su figura se erguía con gloria y magnificencia, símbolos de un imperio opulento y poderoso como lo era Rusia. Cuando llegó a la ciudad, la imagen de Pedro el Grande sobre su caballo la ponía nerviosa, pero con los años se había familiarizado con ella. En ese instante la consideraba una aliada. Las dos juntas observaron la llegada del Rey de Prusia, Nicolás von Wittelsbach en la lejanía, más allá del río Nevá.
La emperatriz no temía a nadie. Aun así, pese haber ganado el máximo poder en la Tierra después de Dios, Anastasia siempre temblaba ligeramente al ver la carroza de Nicolás acercándose a sus dominios. Se preguntó si la estatua de Pedro el Grande estaría avergonzada de ella. Y no sería para menos, el repicar de su corazón golpeaba ruidosamente contra las paredes de los edificios rusos y volvía contra ella en forma de ventisca.
«Qué disparate. —Apoyó las manos desnudas sobre la helada barandilla, observó a sus súbditos andar por la plaza y sintió una punzada de arrepentimiento—. Estatuas avergonzadas y corazones desbocados. ¿Acaso soy una muchacha casadera? ¿Una jovenzuela sin más preocupaciones que las de enamorarse perdidamente del hombre equivocado?.»
¡Qué miedo le daba querer! Por eso no amaba a nadie.
—Viene para apoyar a los conservadores en contra de la nueva Constitución de Derechos; en contra de usted, Alteza Imperial—comentó Damien Obolénski desde la retaguardia con una voz que parecía sacada de lo más profundo de los abismos. Los anchos hombros del Consejero Real y antiguo Revolucionario se mantenían firmes bajo los copos de nieve que poco a poco iban cubriendo su abrigo de piel negro y su pelo recogido en una media coleta.
Anastasia volteó sus ojos azules en dirección a su mano derecha, ocultando perfectamente sus sentimientos. Mostrándose impasible, inalcanzable y completamente imposible. No dijo nada, solo meditó profundamente mientras lo miraba fijamente. Por fortuna, Damien no era un hombre fácil de intimidar; de lo contrario, no podría ser su Consejero.
—Si fuera por mí, la serpiente no entraría en el Palacio de Invierno —bufó Izabella, su tía bastarda y su guardiana personal desde el otro extremo, el izquierdo. Izabella era una cosaca guerrera de avanzada edad, pero infalible y eficaz en cualquier tipo de combate. Guardaba un rencor especial hacia Nicolás por haberla secuestrado una vez en el pasado.
—No podemos negarle la entrada al Rey de Prusia. Nuestros países han mantenido buenas relaciones desde tiempos inmemorables. Mi bisabuela, Catalina la Grande, era prusiana —resolvió Anastasia, mujer de pocas palabras y grandes hechos. Apartó la vista de Damien y se dio media vuelta—. Ven conmigo y ayúdame con el vestuario. No hagamos esperar a nuestros invitados —ordenó a su doncella personal, Natasha, que se había mantenido en todo momento cerca de ella para sostener el paraguas que la protegía de la nieve.