Capítulo 3-La debilidad de la Emperatriz

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El odio del contrario es el amor del semejante: el amor de esto es el odio de aquello

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El odio del contrario es el amor del semejante: el amor de esto es el odio de aquello. Así, pues, en sustancia, es una cosa misma odio y amor.

Giordano Bruno.

Anastasia, con su pelo rojo revoleteando entre los abedules, sintió como el frío invernal de Rusia le cortaba la cara al ritmo de la carrera que su yegua había emprendido. Por mucho que pusiera en práctica los conocimientos que Izabella le había transmitido acerca de la equitación, le era imposible detener esa peligrosa incursión en el bosque. La Akhal-Teke dorada brillaba con esplendor entre la nieve con la misma pasión que su amazona, Anastasia, le había transmitido a través de su cuerpo y no tenía intenciones de detener su trote encabritado. 

El recuerdo de Nicolás la había atormentado durante cinco años. Sus esporádicas visitas al Palacio de Invierno la habían aterrorizado. Pero ahora la situación se había vuelto mucho más crítica: la serpiente merodeaba por sus dominios a todas horas, sin tregua, empapando el lugar con su aroma venenosamente excitante. Y aunque se había mostrado fría y distante en cualquier situación que conllevara su peligrosa presencia, por dentro hervía de deseo. 

Un deseo que se había desbordado como lo hacía el agua hirviendo en una olla cerrada, incapaz de aguantar más presión. Lo más emocionante que había hecho en su vida fue entregarse al Rey prusiano años atrás, y esa emoción había regresado en forma de pesadilla fustigadora. Tenía el corazón asfixiado en un puño desde hacía días, el mismo corazón que le dio un vuelco cuando perdió el contacto con el lomo de su yegua. Su montura brincaba y corría con tanta fuerza que, pese a sus intentos de aferrarse a las riendas y a las cinchas, terminó volando por los aires. Hubo tiempo suficiente —más que suficiente— para sentir un terror espantoso antes de que alguien la cogiera al vuelo. 

Estaba salvada, pensó Anastasia con cierta sorpresa. De haber caído de bruces contra el suelo, no se habría librado de un tobillo roto, de un brazo partido o de algo mucho peor. Ilesa, tardó un par de segundos en ver como su yegua se perdía entre la espesura del bosque y en comprender que estaba en brazos de algún caballero que guiaba a su semental con excepcional maestría. 

No tardó en reconocer la crinera negra del semental en el que iba sentada. Pero antes de emitir palabra alguna, ladeó la cabeza y se quedó paralizada. Nicolás von Wittelsbach la estaba mirando fijamente a través de las pupilas verticales que lo definían. La mirada de la serpiente estaba sobre ella, a escasos centímetros de su cara. 

Con una agilidad y una fuerza sobrenaturales, el Rey prusiano la había cogido al vuelo y la había sentado de costado por delante de él, encerrándola entre sus brazos. Ofreciéndole una engañosa sensación de seguridad. Sentía la frialdad de Nicolás en todo su costado izquierdo y,  por si eso fuera poco, sus rodillas chocaban contra una de las piernas del Rey y sus nalgas chocaban contra la otra. 

La tensión se hubiera podido cortar con un cuchillo. Y el color de la grana tiñó sus mejillas. 

—Desconocía por completo sus habilidades gimnásticas, pensé que carecía de fuerza —dijo Anastasia al fin, rompiendo el silencio con un gesto altivo y despreciativo—. ¿Dónde está mi Guardia imperial? No le corresponde a usted hacer de paladín —preguntó, cogiendo el poco aire que sus pulmones eran capaces de retener. 

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora