Anastasia arrastró la cola de su vestido con presteza. Sentía las miradas de sus súbditos sobre ella. ¿De verdad acababa de condenar a muerte al hombre más anciano del Palacio de Invierno?
—Podéis retiraros —imperó a la Guardia Imperial que la seguía a todos lados.
Necesitaba estar a solas, pensar. Durante cinco años lo había dado todo por su país: había defendido a Rusia de los invasores extranjeros, había liderado decenas de proyectos solidarios con el pueblo, había impartido justicia en miles de disputas... e incluso había subido los impuestos para contentar a los nobles. ¿Y era así cómo se lo pagaban? ¿Era así cómo le devolvían todo su esfuerzo? ¡Malditos desagradecidos!
—No quiero ver a nadie, Natasha —decretó, antes de cerrar la puerta de sus aposentos con un movimiento rápido y de dejar a todas sus doncellas fuera de ellos.
¡Quería estar a solas! ¿Era tanto pedir? Estaba harta de las sonrisas falsas y de las conversaciones formales; estaba harta de ser el centro de atención. Jamás pidió la corona, la obligaron a llevarla. En su situación, solo tenía dos opciones: gobernar o ser gobernada. Por supuesto, había escogido la segunda.
¡Echaba de menos a su sobrina Tassia! Ella, en su inocencia, era la única que le alegraba los días. No se arrepentía en absoluto de haber atacado a Nicolás. Gracias a ello, no solo había recuperado a una hermana, sino que había ganado a una sobrina encantadora. Sin embargo, su proceder le había dado la excusa perfecta a Nicolás para hacerse con el poder.
Tiró su gorro ruso y sus guantes blancos sobre el lecho imperial y se miró en el espejo de pie que reposaba en un rincón. Contempló su reflejo y no le gustó lo que veía en él: una mujer que estaba perdiendo el control de su vida. Le dedicó una mirada rápida al maniquí que todavía sostenía su vestido de novia manchado de sangre y cogió aire. Aire que contuvo en sus pulmones hasta salir al balcón; allí, soltó un sonoro suspiro y cerró los ojos, dejando que el frío invernal acariciara su rostro encendido.
Los conservadores deseaban que Nicolás fuera Emperador. Esa era la realidad.
En ella, no veían a otra cosa que a una mujer. A una mujer con un apellido al que vender y un vientre al que utilizar. ¡Ella no quería casarse! ¡Por el amor de Dios! ¿Tan díficil era de entender? No quería convertirse en la sombra de ningún marido después de todo lo que había luchado por ser quien era: la Emperatriz. Y mucho menos quería tener hijos. Ya no.
Sí, hubo una vez en la que soñó con un hogar feliz, repleto de niños: cuando Mijaíl Speranski la desposó. ¡Pero ellos se habían encargado de destruir ese sueño! Fueron ellos los que asesinaron a su esposo durante el banquete de bodas. ¡Y ya no quería ser la esposa de nadie! Ahora ella era una mujer independiente, fuerte y... desgraciada. Una desgraciada, una infeliz... pero satisfecha consigo misma. Y, sobre todo, era una mujer poderosa que ya no quería renunciar a su poder. El pueblo la amaba por mucho que sus detractores intentaran hundirla, y en eso se sostenía para continuar aferrándose al trono. Hubo un día en el que deseó ser madre por encima de todo, pero quemó esa idea. La había quemado años atrás, ya no quería traer a nadie en ese mundo repleto de alimañas. Lo había quemado todo, absolutamente todo... hasta que no quedaron más que las cenizas.
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El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.
Historical FictionRetirada para su venta. Anastasia Románova ha sobrevivido a las intrigas del Palacio de Invierno y se ha coronado como emperatriz de todas las Rusias. Pero Nicolás von Wittelsbach, rey de Prusia, quiere venganza y poder. Los acuerdos a los que llega...