Capítulo 12-La matanza de la Plaza

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Damien Obolénski seguía con los pies clavados en la Plaza del Palacio de Invierno

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Damien Obolénski seguía con los pies clavados en la Plaza del Palacio de Invierno. Inamovible, expectante. Con la mirada puesta sobre la puerta de la que tenía que salir Anastasia, esa joven de la que se había enamorado perdidamente y a la que había besado horas antes. No solo la había besado, sino que le había pedido matrimonio. 

Pero ella lo había rechazado con vehemencia porque juraba estar casada con el pueblo. Y  ahora el pueblo estaba en las puertas de su Palacio, él mismo se lo había traído para complacerla. Sin embargo, ¿dónde estaba ella? Le había prometido firmar la nueva constitución y liberar a los esclavos. Y él confiaba en su palabra. Por eso, se había adentrado en esas cuatro paredes custodiadas por la Guardia Imperial a sabiendas de que ponía en riesgo su vida y la de los demás. 

—Esto no tiene buena pinta, Damien —susurró el viejo Arseni a sus espaldas, mirando hacia los lados con nerviosismo—. Tu emperatriz está tardando demasiado. 

Por mucho que las palabras de su viejo compañero le pesaran, debía admitir que no le faltaba razón. Llevaban demasiado tiempo esperando y sus compañeros empezaban a impacientarse, temiendo que los vaticinios de Arseni se cumplieran y estuvieran siendo víctimas de una trampa. Pero Anastasia no haría eso, ¿verdad? No lo traicionaría, ¿o sí?

Una corazonada le atravesó el pecho y enarcó una ceja con el ceño fruncido, mirando al caudillo de la Guardia Imperial que lideraba esa facción. Al hacerlo, lo vio dando la orden de cargar, apuntar y...

—¡Al suelo! —gritó Damien, tirando de sus compañeros hacia abajo y cogiendo el revólver que colgaba de su cinto para contraatacar. 

«Ten cuidado... o perderás la vida por una mujer que nunca será tuya.»

 Las palabras de Izabella descargaron contra su mente del mismo modo que lo hicieron los fusiles de los guardias sobre su gente. De un instante a otro, la Plaza del Palacio de Invierno se había convertido en un baño de sangre. Mujeres y hombres caían desplomados sobre el suelo del mismo modo en que su Emperatriz lo había hecho momentos antes. 

Pero ellos ignoraban que la Emperatriz  ya no reinaba, y creyeron firmemente que Anastasia Románova había hecho honor a su apellido traicionándolos para seguir ostentando el poder absoluto y totalitario de Rusia. ¿Para qué querría Anastasia una monarquía constitucional? Damien se cubrió con uno de los cuerpos sin vida de sus compañeros y descargó la metralla de su revólver contra el primer guardia que tuvo en el punto de mira. 

—No deberías matarlos, eres el Consejero Real —comentó Arseni, atrincherado a su lado mientras disparaba a otro guardia—. No te metas en más problemas, huye. 

—¿Por quién me tomas? ¿El Consejero Real? —ironizó Damien, cargando el revólver con más pólvora—. Yo soy el líder de los revolucionarios. Uno de vosotros. Y jamás huiría... —Lo miró seriamente a los ojos. —Todo esto ha sido por mi culpa —lamentó, dedicando una mirada rápida a sus compatriotas sin vida. La rabia y la impotencia se apoderaron de su ser. ¿Cómo había podido hacer aquello Anastasia? ¡Uno jamás debía confiar en un Románov! Era un dicho que todos sabían a la perfección, que él sabía a la perfección. El propio padre de Anastasia lo había condenado a muerte y encarcelado años atrás. ¿Cómo había podido confiar en ella? ¿Cómo había podido creer sus palabras de paz y sus buenas intenciones cuando tan solo era una zorra con corona perpetrando una dinastía de tiranos?—. ¡Anastasia! —gritó hacia los balcones, buscando esa cabellera roja de la que se había enamorado y que lo había mandado a una muerte segura después de confesarle su amor—. ¡Anastasia! —repitió con más fuerza, olvidándose de cualquier protocolo, movido por el rencor y la impotencia. Pero ella no estaba. Por mucho que gritara su nombre, no estaba. No la veía por ningún lado, ni en la puerta de la que le había prometido que saldría, ni en los balcones desde los que solía verlo todo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que ella los hubiera traicionado de ese modo tan ruin? Volvió a mirar hacia los guardias para constatar que eran los de Anastasia. Efectivamente, eran ellos. Y ellos solo actuarían bajo el mandato de la Emperatriz—. ¡Anastasia! —vociferó, haciendo repicar cada letra de su nombre contra las paredes de la Plaza. 

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora