Capítulo 2-Apelativos significativos

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"El hombre sólo será libre cuando el último rey  sea ahorcado con las tripas del último sacerdote. "Denis Diderot.

En el Palacio de Invierno la habían apodado «la araña», y en aquellos años creía que era una ofensa, pero eso era antes de que el mugroso carnicero de los barrios más pobres de Turquía le pusiera por nombre «Ramera Rusa»

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En el Palacio de Invierno la habían apodado «la araña», y en aquellos años creía que era una ofensa, pero eso era antes de que el mugroso carnicero de los barrios más pobres de Turquía le pusiera por nombre «Ramera Rusa». 

Había perdido la cabeza, pero conservaba la vida. Ekaterina podía decir aquello con orgullo porque era la única persona en el mundo que había logrado escapar de la letalidad de «la serpiente». Después de que Nicolás la confinara en un cochambroso apartamento de Crimea con el fin de matarla pocos minutos después de dar a luz, ella se las había ingeniado para burlar a los secuaces del Rey y embarcar en un navío pesquero que la llevó hasta donde estaba ahora: Estambul. 

La ciudad turca le ofrecía una buena tapadera lejos de los ojos y de los oídos de Nicolás. Pero el olfato de una serpiente no era el mismo que el de un zorro, y Anastasia sabía perfectamente donde y como vivía la viuda de su padre. Aunque Ekaterina eso todavía no lo sabía. Y por eso enfilaba la calle pedregosa más sucia, pobre y maloliente del suburbio turco completamente ajena a los planes de la Emperatriz rusa.

Ekaterina Anhalt era la hija de un noble venido a menos que trepó en el escalafón social seduciendo al Emperador, Alejandro I de Rusia. No solo eso, era una mujer ambiciosa que se enamoró del Consejero Real, Nicolás von Wittelsbach e intentó proclamarse Emperatriz mediante una red de mentiras y patrañas. Sin embargo, lo único que consiguió fue un humillante destierro con un bebé hambriento entre sus brazos. 

Hubo un tiempo en el que su pelo brillaba con fuerza bajo tiaras de diamantes y perfumes orientales que solo los reyes podían permitirse. Ahora, su cabellera rubia no era más que una mata de pelo desordenada, apelmazada y sucia con olor a pipa oriental. Se había retado con los grandes: los Románov y los Von Wittelsbach. Y había perdido. No le quedaba nada de esa época, ni tan solo un abrigo con el que resguardarse del frío invernal.

 Abrazándose a sí misma con el vago intento de protegerse de la ventisca, llegó al burdel en el que trabajaba desde que llegó a Turquía. Lo hizo con la nariz roja, los ojos llorosos y la cara seca. Además, se había manchado su único vestido con la sangre que traspasaba la bolsa de papel llena de carne y que había pegado a su cuerpo en ese acto instintivo para protegerse del frío.  

—Ya era hora. ¿Se puede saber qué estabas haciendo? —espetó la madame, una mujer rolliza de pelo negro como el azabache y de ojos azules como el mar. Era hermosa, aunque sus mejores años ya habían pasado y en lugar de prestar sus servicios, organizaba eventos para que otras mujeres lo hicieran. Ekaterina había tenido mucha suerte de que la "señora Demir" (así la llamaban en la ciudad pese a no estar casada), se hubiera apiadado de ella ofreciéndole una habitación en su burdel. Las mujeres que trabajaban en la calle lo tenían peor, mucho peor. 

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora