Capítulo 20-Humano es errar

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Humano es errar; pero sólo los estúpidos perseveran en el error.

Cicerón.

Natasha vio la luz de la taberna, al otro lado de la calle, como si de un milagro se tratara

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Natasha vio la luz de la taberna, al otro lado de la calle, como si de un milagro se tratara. Su brillo era tenue e iba acompañado por una algarabía de voces masculinas y femeninas que se fundían en un sonido vulgar. O, al menos, así lo percibió ella que había crecido entre las paredes de un palacio y rodeada de nobles de alta alcurnia. 

Apretó el ucase contra su pecho, donde lo había guardado durante veinte días. El tiempo que había tardado en llegar a Moscú, ser testigo del cuerpo de Tatiana colgado en una soga y seguir a Damien hasta esa taberna, a medio camino entre Moscú y San Petersburgo, lugar al que se dirigían los insurgentes para continuar con su revolución. No estaba convencida de que el Consejero Real la recibiera de buen agrado, ni siquiera estaba convencida de si saldría con vida de ese tugurio pecaminoso. El que fuera el mejor amigo de su querida y admirada Emperatriz se había dedicado a liderar a las masas para saquear el Kremlin y matar a la Gran Duquesa Tatiana. ¿Qué esperar de un hombre cómo ese?

Sin embargo, la última voluntad de la Emperatriz de la que ella tenía conocimiento, era que el ucase tenía que llegar a manos de Damien. Y pensaba cumplirla. No había deambulado por las calles solitarias de Rusia muerta de miedo ni corrido a través de los bosques con la ansiedad de ser devorada por cualquier bestia humana o animal para nada. 

Cruzó la calle, ataviada con el mismo vestido con el que se escapó del Palacio de Invierno y con el pelo menos lustroso de lo que hubiera deseado pese a sus intentos de peinarlo adecuadamente con las manos. Pensó que ya no se iba a escandalizar por nada después de la travesía vivida en solitario, pero las mujeres con los pechos al aire que la recibieron en la puerta de la taberna no pudieron hacer otra cosa. 

Pensó que la detendrían, y no fue así. Cruzó el umbral del parador y anduvo entre cuerpos desnudos, hombres borrachos, charcos de cerveza y vómitos. Quedó atónita al ver que algunas de las personas portaban ropajes o objetos de los Románov: prostitutas con los abrigos de pieles de Anya de Rusia, plebeyos con las cajitas de cigarrillos de Alejandro... Trató de no dejarse intimidar por la grotesca escena y buscó, a través de sus ojos verdes, a Damien. Gracias a Dios Todopoderoso, nadie reparaba en ella. Estaban demasiado ocupados satisfaciendo sus vicisitudes, y al fin y al cabo, ella era una mujer desarreglada, con los zapatos sucios y demasiado delgada. 

«¿Dónde está Ser Obolénski? Este hombre ha perdido el juicio —lamentó Natasha—. Mi señora jamás debería haberlo rescatado de la cárcel. Su padre lo encarceló por algún buen motivo, ahora estoy segura de ello.»

 En mitad del bullicio, vio una figura que destacaba entre las demás. Era él, estaba sentado en un enorme sofá con las piernas abiertas, el cuerpo echado hacia delante y un purito en la boca. A su lado había un par de mujeres en paños menores, pero Damien no les hacía el menor caso. Con la mirada perdida, el hombre estaba enfrascado en sus propios pensamientos. 

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora