Capítulo 6- El bastardo del Rey

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Caminaban sin cesar desde el amanecer hasta el ocaso

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Caminaban sin cesar desde el amanecer hasta el ocaso. Habían abandonado la ciudad para sumergirse en las montañas, atravesando campos, huertos y pequeñas aldeas. Al anochecer, acampaban y cenaban a la luz del fuego. Los hombres que lo habían secuestrado se turnaban para hacer guardia. A través de sus ojos aniñados, Konstantin observaba al hombre que dirigía la misión: el General Gustav von Alvensleben.

Con el temible atuendo negro de la Guardia Real prusiana, el General custodiaba al niño con temple y rigor. Debía llevarlo hasta Prusia y entregarlo a su Rey. Aunque no solía cuestionar las misiones que le encomendaban, al principio le costó entender la finalidad de aquella nueva misión. ¿Por qué Nicolás lo había mandado a hacer de niñera a otro país? Después, al ver los ojos del niño, todo cobró sentido. El cometido del General era de vida o muerte: tenía bajo protección al bastardo del Rey. 

Y no era un bastardo cualquiera. Era la prueba viviente de que Nicolás von Wittelsbach había traicionado al difunto Emperador de Rusia cuando ocupó el cargo de Consejero Real. Los tiempos coincidían y las evidencias hablaban por sí solas. Si los ojos de ese niño llegaban a la Corte Rusa junto a su madre, Ekaterina, Nicolás sería un párrafo muy breve en la historia de su país. Pero ¿por qué el Rey no le había dado la orden de acabar con esa amenaza? 

¿Por qué arriesgarse a mantener con vida al único ser que lo destruiría con una sola mirada?

—Las órdenes eran claras —dijo el General a uno de sus hombres, clavando su mirada fría y gris como el metal sobre Yago, su mano derecha—. Por muchas explicaciones que me deis, me veré obligado a sancionaros en cuanto lleguemos a nuestro reino. 

Cada noche, cuando acampaban, Gustav se encargaba de amonestar a su hueste por no haber acabado con Ekaterina tal y como había ordenado el Rey. Era de suponer que, matando a la madre, el bastardo podía pasar por el hijo de cualquier ramera y quizás, de ese modo, el Rey pretendía dejarlo con vida. Ahora, con «la araña» viva, se tambaleaban en aguas turbulentas y quizás tuviera que tomar decisiones desagradables por el bien del reino. Incluso la de matar al niño. Si Nicolás llegara a ser sentenciado a muerte por traición, no existía ningún varón legítimo para heredar el trono de Prusia. Y algún loco sería capaz de proponer la unión entre Rusia y Prusia con Anastasia como gobernante. Cosa que, de ninguna manera, podía ocurrir. El General Gustav von Alvensleben se clavaría un puñal en el vientre antes de aceptar las órdenes de una mujer.  

—Mi General, «la araña» estaba custodiada por la cosaca turca. La de la cara partida —Yago encogió los hombros en un gesto despectivo y escupió al hablar de Izabella. La Guardiana personal de Anastasia no era bien vista entre la Guardia Real Prusiana. Primeramente, por ser una mujer ocupando el lugar de un hombre (obviamente). Y nada asqueaba más a los prusianos que el progreso femenino o del pueblo llano o de, simplemente, cualquier cosa. Segundo, por ser una bastarda. Y, en una última estancia, por arruinarles los planes a cada paso que daban. Cada vez que trazaban un plan, Izabella lo arruinaba. ¡Dichosa cosaca turca!  

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora