Capítulo 17-El extraño amor de los dos colosos

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El abrazo de Nicolás era tan frío que quemaba

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El abrazo de Nicolás era tan frío que quemaba. Se sentía estúpidamente protegida y amada entre los brazos del único ser vivo que la comprendía. Esa era la triste verdad: que estaban hechos el uno para el otro, aunque lo odiara y se odiara a sí misma por esos sentimientos. 

Sin darle una segunda pensada, Anastasia se puso de puntillas y lo besó. Estaba harta de contenerse y no estaba, precisamente, en su mejor momento de lucidez mental. La atracción física que sentía por él era tan intensa y dolorosamente inexplicable como lo eran sus ansias de sentirse amparada por su halo de maldad. 

Él la respondió rápidamente estrechándola en un acto de pasión desmedida que los llevó a fundirse en el deseo que habían cosechado durante años y que siempre se había visto enturbiado por alguna estúpida razón. La constriñó hasta dejarla sin respiración, asfixiándola de placer. Su corazón estaba más vivo que nunca y latía a velocidades peligrosas contra las paredes de su pecho, haciendo llegar su sonido hasta el cuerpo de «la serpiente.»  —Le arrancaría las entrañas con mis propias manos a quien ose ponerte una sola mano encima —gimió él—. Cásate conmigo y no tendrás que volver a preocuparte por salvaguardar tu vida. Ya no tendrás que seguir luchando sola en este mundo hostil porque yo seré tu mejor guardián. Y sabes que nadie puede vencerme —añadió, posesivo y duro con esa arrogancia pendenciera que lo caracterizaba—. Imagínalo: el zorro y la serpiente. ¿Qué es lo que no podríamos hacer juntos? Seríamos imparables —La tomó a horcajadas y la tumbó en la cama, cerniéndose sobre su cuerpo femenino. —Eres la única mujer que quiero a mi lado —susurró cerca de sus labios, bajándole los hombros del vestido.

Anastasia sabía que era una locura, que él era el causante de todos sus males y su carcelero. Pero le gustaba esa demencia en mitad de la vida de locos que llevaba, así que se dejó besar otra vez, anhelando más. Mucho más. Se agarró a su cuello para no perderse en el temblor que había invadido su cuerpo y se intoxicó con su aroma varonil, enterrando las yemas de sus dedos en su pelo negro y frondoso, recorriendo su barba oscura perfectamente rematada en las patillas. Era perfecto, él era un hombre que cuidaba su aspecto, elegante hasta decir basta. Y eso le encantaba. 

No le importaba nada, no en ese momento. Solo le importaban las caricias de Nicolás y el recorrido de sus besos a lo largo de sus labios, mejillas, cuello y escote. Quería que le arrancara la ropa y sentirse desnuda entre el sudor de la pasión. Y él, como si la conociera demasiado bien, le concedió su deseo arrancándole lo que le quedaba de vestido. En la austeridad de su cautiverio había obviado el uso del corsé y de la camisola, por lo que sus cuantiosos pechos saltaron ante la anhelada libertad sensorial. —Belleza en estado puro —gruñó, apretándole un pecho mientras le besaba el otro. 

La frialdad de Nicolás se colaba con ardor en su cuerpo, quemándole el corazón del que brotaba lava espesa y tórrida y se deslizaba por su estómago, derritiéndose entre sus piernas. Entre ellas, estaba él encajado. Sudorosa, con el pelo alborotado y las mejillas sonrojadas, le quitó la camisa y le clavó las uñas en la espalda. Notó cómo el prusiano se tensaba un instante, y al siguiente, Anastasia le estaba sacando los pantalones. 

El corazón de la emperatriz. Dinastía Románov II.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora