El diablo en la gran ciudad (Final)

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En efecto, tal como se los advirtió Clyde, cuando estuvieron de regreso en Great Lake City: Nikki, Casey y Laird se ganaron un buen castigo por parte de sus padres por haberse escapado de sus casas; pero a quienes peor les fue fue a Sameer por jugarse el pellejo –aun contra su voluntad– y en mayor medida a Ronnie Anne por atreverse a apostarle su alma al diablo así este se tratase de su mejor amigo de Royal Woods.

Pero ya no se podía hacer nada al respecto, puesto que la policía y demás autoridades competentes se negaron a ayudar a los Casagrande y los Chang cuando fueron a exponer su caso. Algunos porque no les creían en absoluto y en su mayoría porque pasaba y resultaba que estaban comprados por el mismito diablo tal como también advirtió previamente McBride.

Total que lo único que quedaba por hacer era buscar un abogado defensor lo suficientemente bueno para que salieran victoriosos a como de lugar. El problema era que parecía que no iban a encontrar uno dispuesto a llevar el caso.

Llamaron a solicitar sus servicios tanto a los representantes de las firmas de más alto prestigio en el país, así como también a puros charlatanes que se anunciaban en comerciales de segunda.

Mas lo único que obtenían de todos ellos eran puras negativas ya sea por una razón u otra. La mitad porque eran ateos militantes a quienes no les hacía gracia que los llamasen para ayudar a evadir una demanda del diablo en persona.

–Si señor, el diablo dije... –informó Hector a uno de los muchos abogados que llegaron a telefonear–. Bueno, sucede que mi nieta y su amiga tuvieron un altercado con el por un Hot-Dog y ahora si no ganamos este caso se quedará con sus almas... No, perdóneme usted, pero no he tomado una sola copa. Lo que pasa es que...

¡Borracho! –le gritaron del otro lado de la linea antes de colgarle la llamada.

–¿Hola?... ¿Hola?... ¡Rayos!

En cambio la otra mitad de abogados que consultaron, los que si eran creyentes, ellos si les creían, mas no se atrevían a tomar el caso precisamente por miedo a enfrentarse al príncipe de las tinieblas. Si acaso uno que otro les aconsejó no desafiarlo en la corte dado que el que hace esto siempre termina mal.

Y así estuvieron hasta la madrugada previa al juicio. Los adultos de ambas familias se hallaban reunidos en el comedor de la residencia Casagrande buscando alguna solución al problema mientras que los niños esperaban en la sala en casi completo silencio.

Leguleyos, leguleyos, leguleyos... –murmuraba la angustiada señora Rosa al tiempo que repasaba los contactos en la sección de abogacía del directorio telefónico.

En dado momento y por casualidad, Ronnie Anne se acordó de la tarjeta que le había dado Flip. Después de sacarla de su bolsillo y examinarla ella misma, se levantó de su lugar y se acercó a la mesa del comedor a entregársela al tío Carlos.

Eduardo Luna –leyó el hombre el contenido de la tarjeta, en la que también aparecía una imagen impresa de Flip luciendo un elegante y pomposo traje de color celeste en conjunto con un corbatín rojo–: especialista en asuntos infernales. Resuelvo su caso en quince minutos o su pizza gratis.

–...Bueno, podría ser peor –opinó el abuelo Hector tras meditarlo en breve y concluir que habían hallado una solución a sus problemas. No era la mejor que disponían, pero era la única a la que podían recurrir.

–¿A qué te refieres, papá? –preguntó su otra hija, María Santiago.

–Un perro podría seguir el caso.

En la esquina en que dormitaba, Lalo paró oreja y levantó la cabeza mostrando una mueca de absoluta confusión.

Por otro lado, Carl mataba el tiempo hojeando un catalogo de artículos de venta en linea en su celular... Hasta que se le ocurrió llevar a cabo una no tan inocente broma para entretenerse.

Ruidosa antología del horrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora