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–No tardaré mucho –añadí–. De todas formas tengo que volver, ¿no? ¿A dónde voy a ir si no?

Al asomarme a la plataforma helada del vagón, salpicaba nieve porque la puerta estaba abierta, vi a los miembros de la tripulación revisando el tren con sus linternas.

Se encontraban a varios vagones de distancia, y aproveché para salir.

Los peldaños metálicos estaban en un ángulo muy vertical, eran muy altos y la nieve helada los cubría por completo. Además, entre el tren y el suelo había más de un metro de separación.

Me senté en el último escalón húmedo, mientras la nieve me caía en la cabeza, y me di impulso para levantarme con mucha precaución. Caí en cuatro patas sobre la superficie cubierta por casi treinta centímetros de nieve, me hundí hasta los muslos, pero no fue muy doloroso.

No tenía que ir muy lejos. Estábamos justo al lado de la ruta, a unos seis metros más o menos. Lo único que tenía que hacer era llegar allí, cruzar los carriles y pasar por debajo del cruce elevado. Tardaría solo un par de minutos.

Jamás había cruzado una interestatal de seis carriles. Jamás se me había presentado la ocasión, y, de haber sido así, me habría parecido una mala idea cruzarla. Pero no se veía ningún coche. Parecía el fin del mundo, un nuevo inicio de la existencia; el antiguo orden había desaparecido.

Me costó unos cinco minutos cruzar la autopista, porque el viento soplaba con fuerza y se me metían los copos de nieve a los ojos. En cuanto lo logré, vi que tenía que cruzar un tramo más. Podía tratarse de pasto o asfalto o más carretera, en ese momento, estaba todo blanco y parecía profundo. Fuera lo que fuese, debajo había un cordón oculto con el que tropecé. Cuando por fin llegué a la puerta del local, estaba cubierto de nieve de los pies a la cabeza.

En el interior de la Waffle House la temperatura era muy cálida. De hecho, hacía tanto calor que las ventanas estaban empañadas, lo que hacía que los enormes adornos navideños pegados en los cristales empezaban a despegarse y estuvieron a punto de caerse. Los altavoces emitían los típicos temas de jazz navideño, con su retintín pesado.

Los olores predominante eran del líquido limpia pisos y aceite de freidora demasiado reutilizado, aunque percibí un tenue aroma prometedor. Habían frito papas y cebollas hacia no mucho tiempo, y estaban ricas.

Lo que se intuía al observar al personal no era mucho mejor que las conclusiones sobre la comida. Desde el fondo de la cocina llegaba al retintín de dos voces masculinas, solapadas con sonidos de bofetadas y risas.

El único empleado visible era un chico, más o menos de mi edad, que montaba guardia en la caja registradora. La remera de Waffle House le quedaba demasiado larga y holgada. En la placa con su nombre se leía: Park Kyung.

Cuando entré, estaba leyendo una novela ilustrada. Mi aparición le iluminó un poco la mirada.

–¿Qué pasa? –dijo–. Tienes cara de frío.

Fue una observación acertada. Respondí asintiendo con la cabeza.

Park kyung estaba muerto de aburrimiento. Se percibía en su voz y por la forma en que estaba echado sobre la caja registradora, como abatido.

–Esta noche todo es gratis –añadió–. Puedes pedir lo que quieras. Órdenes del cocinero y del ayudante del encargado de funciones. Ambos dos ante tus ojos.

–Gracias –contesté.

Creí que estaba a punto de añadir algo más, aunque hizo como una mueca de disgusto, abochornado por el ruido de la trifulca a bofetón limpio de la trastienda, que cada vez oía con mayor nitidez.

Había un periódico y varias tazas de café delante de uno de los lugares de la barra. Fui a tomar asiento solo unos taburetes más allá, esforzándome por mostrarme sociable. Cuando me senté, Park kyung se dio vuelta de golpe hacia mí.

–Hummm... Quizá sería mejor que no te...







EL EXPRESO DE HOSEOK • VhopeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora