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Envuelto en oscuridad, sintió un peso a su lado, dos pequeñas manos que lo tomaban de los hombros y lo movían tímidamente.

—Papá. —Escuchó la infantil voz, un pequeño susurro que no tenía ánimo alguno de enfadarle. —Papá, ya está aquí.

El hombre se revolvió entre las mantas, a punto de pegarle una bofetada al molesto mosquito, aunque pronto se dio cuenta de que no era otro que su hijo. Se frotó los ojos, aún confuso por el sueño que había tenido. Las mantas cubrían su cuerpo con calidez y lo mimaban, instándole a quedarse cinco minutos más.

—¿Quién está aquí? —Preguntó con pereza, alcanzado a dar con una de aquellas manos. Se la puso en el rostro y Megumi le acarició un poco, otorgándole un beso de buenos días en la mejilla.

—Satoru.

Satoru. El hombre con el pelo de nubes y nata de helado; con las gafas de cristal negro y el cielo impregnado en la mirada. La imagen lo golpeó como si de un camión se tratara.

Se incorporó al instante, haciendo que el crío diera un respingo por el repentino movimiento. Podía ver la luz bañando el pasillo a través de la ranura de la puerta, el aire pegándose a su torso desnudo. Suspiró con fuerza, pensando en lo jodidamente bien que se estaba entre las sábanas y le hizo una pequeña seña a su hijo.

—Empezad cuando queráis. —Tenía la voz áspera, la garganta seca por la falta de agua durante la noche. —Iré a desayunar, ¿vale? —Pudo adivinar unos tristes ojitos azules en la penumbra, las comisuras de los labios bajando un poco. Lo tomó del mentón con delicadeza. —Voy a estar en la cocina, Gummi, no tienes de qué preocuparte. Pórtate bien con él.

Lo último bien podría haber sido una amenaza, pero no le salió el tono necesario como para que lo pareciera.

El niño asintió y desapareció por la puerta, cerrando con cuidado. Sabía que quería pasar el tiempo junto a él, estar con su padre todo el tiempo que pudiera y más. Tal vez pensaba que era cierto, que se iba a morir. Pero no, no sería así. Después de que el albino terminara, le pondría la primera inyección y todo iría bien. Se lo repetía una y otra vez.

Todo va a ir bien, es un niño fuerte y sano.

Las manecillas del reloj marcaban las once y media de la mañana. Quizás sí era algo tarde, podría invitar al hombre a comer y hacerle un bocadillo ligero a Megumi. Le daría la inyección y lo arroparia para que tomara una siesta.

Se deslizó por la habitación, casi a oscuras, y subió la persiana. Entrecerró los ojos, mirando el parque de enfrente. Los árboles, el verde, el Sol casi en el centro del cielo. Suspiró con fuerza, vistiéndose rápidamente para evitar tener más frío del que ya se estaba pegando a su piel. Salió al pasillo, viendo la puerta arrimada del niño.

Se acercó para mirar por la ranura y alcanzó a ver a su pequeño zafiro sentado, dándole la espalda con Gojō al lado, acariciando su pelo azabache. Frunció el ceño, pues Megumi odiaba que le despeinaran —y lo había demostrado en varias ocasiones—, pero aceptaba los mimos y las palabras que elogiaban su bonita caligrafía. El albino le estaba explicando algo relacionado con la literatura.

El hombre debió de notar que los estaba espiando, pues se giró para observar la puerta, extrañado. Toji se quedó quieto, pegado a la pared, aún sorprendido por el hecho de que se hubiera ganado la confianza de su hijo tan rápido.

Shoko tenía razón, aquel profesor particular era talentoso.

Media hora después, continuaba en la cocina, con dos cafés encima y un generoso trozo de pastel que había sobrado de hacía un par de días, cuando había decidido comprarlo para dar una alegría al niño. El sueño no quería despegarse de sus ojos cansados, como si no hubiera dormido en toda la noche. Estaba tan preocupado que tenía el cuerpo agotado.

Apoyó un codo en la mesa, dejando el mentón sobre su mano. Se relajó, sintiendo el calor de la taza contra la otra palma. Al cruzar las piernas notó algo en los bolsillos de los vaqueros negros que se había puesto. Lo sacó con un leve murmullo.

Una cajetilla de tabaco.

Apretó los labios, mirándola con arrepentimiento. Se levantó para tirarla a la basura, no volvería a fumar en su jodida vida, aunque siempre lo hacía lejos de su niño para no perjudicarle. Observó cómo caía al cubo, vacío por dentro y volvió a su sitio.

—Hemos decidido tomar un descanso. —Satoru se asomó a la cocina, tomado de la mano con el pequeño.

Megumi se acercó a su padre, tocándose el pecho, y se sentó en su regazo sin decir nada. Apoyó la cabeza en su pecho, aferrándose a él, escuchando los latidos de su enorme corazón. Soltó un quejido por lo bajo.

—Genial, gracias. —Toji siempre le agradecería por hacerse cargo de su niño en aquel aspecto. Acarició su costado, escondiéndole la cabeza en el hueco de su cuello, el chiquillo se dejó hacer. —¿Aprendiste mucho? ¿Estás cansado?

El albino se sentó frente a ambos, mirándolos con ternura. No podía parar de pensar en que eran un dúo hermoso. El hombre parecía tan rudo, con aquella cicatriz en sus labios y sus duras facciones y, mientras tanto, el menor tenía un rostro angelical —y unos dientes del demonio—, era tierno y responsable, maduro, pero necesitado de mimos. Durante un instante quiso unirse a ellos, pero se quedó al margen.

Su trabajo era enseñar al chico, no entrometerse en la vida familiar que él nunca pudo tener.

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—¡No! —Chilló, apartando el brazo en el último momento. Se arrojó al suelo desde la cama, dándose un buen golpe. Megumi odiaba las agujas. —¡No quiero!

—¡Joder, ven aquí! —El hombre lo persiguió por el dormitorio, con ganas de atarlo a algún lado para que dejara de moverse. Además, ya había limpiado su piel con alcohol y estaba listo para recibir la medicación. —¡Megumi Fushiguro!

De repente, se escuchó el timbre. El niño salió corriendo por el corto pasillo, tirándose hacia la manilla de la puerta de entrada y abriéndola; se estampó contra un tierno abrigo oscuro y suave. Satoru miró, consternado, cómo el niño se escondía detrás de sus largas piernas. Apretó los labios ante aquel rostro rojizo, las lágrimas asomando a sus tiernos ojos de mar.

—Perdón, me he dejado el teléfono, ¿puedo pasar? —Preguntó a Toji, que aparecía con cara de pocos amigos y una amenazadora aguja en la mano.

Aún así, no se movió. Se agachó y empujó un poco al chiquillo para que fuera con Fushiguro, pero se revolvió con fuerza. Acabó por tomarle de los hombros y ponerlo por la fuerza delante del mayor.

—¡¡Dile que no quiero!! —Chilló, siendo alzado por los aires por su padre, que se lo llevaba en brazos y en contra de su voluntad, mascullando cosas. —¡¡No!!

Entró al apartamento, escuchando gritos y algún que otro golpe. Estaba tan preocupado que cogió el móvil de la mesa de la cocina, donde se lo había olvidado, y acudió a la habitación de Megumi. El padre trataba de inmovilizarlo con una mano sobre la cama, presionando su pecho contra el colchón, mientras los pequeños brazos se movían sin parar. Las lágrimas se deslizaban por el rostro del chico y pudo ver tristeza en los ojos de su progenitor.

Suspiró, deshaciéndose de la chaqueta y dejándola a los pies de la cama. Se subió las mangas del jersey de color crema.  Agarró a Megumi por las axilas cuando Toji se apartó y lo sentó en su regazo, escondiendo su cara en su cuello. El niño se abrazó a él por instinto, hiperventilando, deshecho en perlas de plata y dolor.

—Gracias. —Le sonrió el padre, tomando uno de aquellos brazos y extendiéndolo. —Tranquilo, sólo serán unos segundos.

Susurró cosas bonitas en su oído, acariciándole con cariño. El líquido se hundió en sus venas, recorriendo su organismo en su camino al corazón. Enterró la nariz en el pelo azabache, oyendo como soltaba un quejido cuando la aguja fue retirada. Nadie debería de pasar por aquello.

Toji y él se miraron antes de que el hombre abrazara a su niño, rodeándole también y, durante un efímero instante, sintió que ya era parte de la nueva vida que estaban obligados a llevar.

Love of my life || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora