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Dos días después, Toji suspiraba, viendo cómo el albino dormía plácidamente.

No estaba seguro de si le habían puesto anestesia local o general para la primera transfusión, pero sabía que debía descansar, pues sus defensas estarían algo bajas. Agarró una silla y se sentó junto a la camilla, en el horrible edificio del hospital. Tan sólo cinco minutos antes había estado con su hijo, jugando a juegos en la tablet y mimándole con besos y promesas.

Observó su rostro detenidamente. Aquella piel era tan clara que bien podría ser el etéreo reflejo de un lago encantado; las gafas reposaban sobre la mesita, donde también había una botella de agua. Acarició una de sus mejillas, delineando aquellos pálidos labios rosa palo, su nariz ligeramente respingada. El vello de sus cejas era igual de blanco que sus pestañas, parecía hecho de escarcha y nieve, con aquellos mechones algo revueltos. Lo peinó con los dedos, bajando el tacto por su mandíbula, admirándole en silencio. Realmente no aparentaba su misma edad.

Acabó por inclinarse y reposar la cabeza sobre su regazo, exhausto. Había dormido como la mierda, se había sentido como la mierda. Necesitaba un descanso de todo aquello, de estúpidas agujas y esparadrapos, del olor a antiséptico y desinfectante. Quería darle un abrazo y poder disfrutar de él en el sofá, mientras veían alguna película, o bajo las sábanas de su cama, sin tener que sentirse horriblemente culpable.

Soltó un quejido, su espalda dolía de estar medio tumbado en la camilla de Megumi, y comenzaba a sufrir de migrañas periódicas que parecía que no se iban con simples pastillas de ibuprofeno. Estaba demasiado harto de todo. De repente, sintió como el hombre se movía ligeramente.

—Hola... —Satoru sonrió con somnolencia, queriendo acariciar aquel pelo de azabache. Sin embargo, Toji pareció asustarse ante la visión de su mano cerniéndose sobre él y cerró los ojos con fuerza, abrazándose a su regazo y ocultando el rostro en su abdomen. Acabó por dejarla en su espalda, confuso. —¿Qué haces?

—Abrazarte, ¿no lo ves? —Gruñó, notando que acariciaba sus omóplatos con delicadeza. Alzó la cabeza y se incorporó, tocándose la cara y frotándose los ojos. Su corazón se había alterado durante aquel efímero instante, su mente trasladada a años atrás. —¿Cómo estás?

Tomó su mentón y depositó un suave beso en su boca, mientras Satoru asentía con lentitud en señal de que estaba bien. Sus adormilados ojos de cielo lo miraban de una manera especial, como si estuviera viendo algo hermoso que no podía tener mucho tiempo.

Toqueteó el colgante con la cruz, dubitativo, sin saber qué hacer o decir. Arrastró la silla más cerca para poder tomarlo del hombro y acercarlo más. Dejó los labios en su sien, rozando el suave cabello blanco que olía a su champú y lo mantuvo en aquella postura unos segundos.

—Toji. —Llamó, notando que se despegaba de su cabeza y lo observaba con curiosidad. Aún tenía sueño, quería llegar a casa y dormir más. Suponía que al día siguiente continuaría con las transfusiones. —No iba a pegarte...

—Lo sé. —Se apresuró a cortarle, apartando la vista hacia otro lado con incomodidad. Arrugó la nariz cuando la puerta de la habitación se abrió y se levantó.

Itadori empujaba una silla de ruedas con el niño sentado en ella, ambos tenían el rostro rosado y una tímida sonrisa. 

—¡Papá! —Megumi quiso levantarse, pero su amigo lo frenó para evitar que cayera al suelo por la debilidad de sus piernas. Acabó apoyándose en él, dando un par de erráticos pasos para llegar a los brazos del hombre.

Satoru ladeó la cabeza, sonriendo. La visión de los dos abrazándose le provocaba demasiados recuerdos de las clases que solía darle al pequeño, de las redacciones y de los apóstrofes que nunca ponía. Decía que le resultaban feos y antiestéticos.

Love of my life || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora