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Cuando Satoru despertó, lo hizo por efecto de aquel extraño sonido en la lejanía del pasillo. Se revolvió entre las sábanas de la enorme cama, intentando atesorar el recuerdo somnoliento de las manos de cierto hombre acariciando sus muslos, abriéndolos con lentitud con dedos ásperos y suspiros en sus labios. Aquello se había quedado en sus sueños, cuando lo que empezó a oír fueron quejidos.

Se incorporó al instante, frotándose los ojos y apartando las sábanas. Salió de la cama, poniéndose los pantalones grises por el camino y dándose un extenso vistazo en el espejo del baño de la habitación. Se lavó la cara para despertar mejor su mente y sonrió como un idiota al reconocer aquella camiseta negra cubriendo su torso. Suspiró, como si sus pulmones hubieran hecho un gran esfuerzo al levantarse, y salió al pasillo. Sus pasos sonaron cada vez más rápidos y alterados con cada cosa extraña que escuchaba.

La puerta del dormitorio del crío estaba arrimada y la empujó un poco para entrar.

—¿¡Qué...!? —Asustado, se aproximó a la cama, donde Megumi estaba sentado sobre el regazo de su padre, con los labios rojizos, pequeño y encogido; una expresión de tristeza y dolor indescriptible. —¿¡Qué pasa!?

Toji lo miró con desazón. Tenía el rostro rosado y las pestañas húmedas, la cicatriz de sus labios sufría de un ligero temblor, abrazaba a su hijo con delicadeza y acariciaba su costado de arriba a abajo, como si tratara de reconfortarlo. El albino se sentó a su lado, sin entender nada, y dejó la palma de su mano sobre la frente del pequeño. Estaba caliente.

—Está mal. —Soltó el hombre, con un fino hilillo de voz lo suficientemente roto como para confirmar que había estado llorando. Abrió la boca para decir algo más, pero no pudo.

—Si tiene fiebre, hay que llevarlo al hospital. —Comentó, intentando parecer amable y así no alterarle, pero lo cierto es que, por dentro, estaba gritando. —¿Qué te pasa, cielo? ¿Cómo te sientes?

Pero Megumi ya se había tensado al oír la palabra hospital y lo miraba con aquellos bonitos ojos muy abiertos, terror en su pálido y ojeroso rostro. No le gustaba, lo odiaba, le tenía una fobia casi enfermiza al color blanco y el olor a antiséptico; las camillas, el eco de los pasillos de azulejos brillantes. Los doctores le daban miedo, las agujas gigantes y los tubos que metían dentro de los cuerpos de la gente; las salas de espera, los diagnósticos, estar solo. Comenzó a marearse de tan sólo pensarlo y se aferró al pecho del mayor, agarrando su camiseta negra para que no dejara que se desprendiera de él.

Cualquier cosa menos eso, quiso vocalizar, pero su garganta ardía y el mero hecho de respirar ya era una tortura. Intentando decir algo coherente para que pudieran entenderle, se le cayó lo que llevaba en la boca.

El cubo de hielo se deslizó de su lengua al suelo, rompiéndose contra el parquet. Sollozó por lo bajo, sorbiendo por la nariz al ver cómo Gojō se asustaba y los miraba a ambos, atónito. Quiso disculparse por su torpeza, pero sólo le salió un lamento prolongado, como el de un fantasma abandonado. El frío abandonaba su boca y el persistente ardor incrementó su fuerza.

Silencio.

—¿Megumi? —Satoru, acarició su pelo cuando el susodicho quiso esconderse en el cuello de su padre, que no decía nada, sólo miraba a la más absoluta nada, como si estuviera bloqueado.

El niño abrió la boca con un quejido, para mostrarle lo que le ocurría, y la cerró de golpe cuando el dolor estalló de nuevo. Cerró los ojos con fuerza, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas enfermizamente blancas. ¿Por qué no podía parar de llorar? ¿Cuándo se gastaría su depósito de lágrimas? Itadori siempre decía que a la gente que hacía cosas malas pronto les llegaba su merecido. Y, sin embargo, ¿qué había hecho él para merecer ese sufrimiento? ¿Acaso era una mala persona? Lo único que quería era volver a la cama y dormir abrazado a su peluche favorito.

Love of my life || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora