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—Te prometo que no es así. —Decía, moviendo las manos nerviosamente. —Es sólo que está inquieto por todo lo que está pasando.

Sonrió como pudo con aquella intensa mirada encima. Había acabado invitando al hombre a pasar y ambos estaban sentados en la cocina, el uno frente al otro. Megumi se había disculpado, agachando la cabeza, triste, y había acudido a encerrarse en su habitación. Lo comprendía, entendía cómo se sentía, pero no le excusaba de morder al recién llegado. Morder. Joder, aquello sí era pasarse.

Satoru observó las pequeñas marcas de dientes del dorso de su mano, rojizas. Aún no se quitaban, de lo fuerte que lo había hecho.

—No te preocupes. —Le restó importancia con un leve gesto. La chaqueta se había quedado colgada del perchero del recibidor y lucía un bonito jersey de color verde menta. —Parece encantador.

Toji titubeó. Lo cierto era que en más de una ocasión había tenido que curarle los raspones de las rodillas porque se metía en peleas sin sentido, sólo para proteger a otros. Tenía muy buen sentido de la lealtad, pero era un pequeño desastre. Aún con todo, a veces pensaba que era más responsable que él, que lo había perdido en el pasillo del papel higiénico en el supermercado y cinco veces en el mismo parque; sin contar cuando se había caído entre las butacas del cine y el niño había tenido que ir a buscarlo, cuatro filas más abajo.

—Shoko me lo ha contado... —Satoru apretó los labios, desviando la mirada hacia otro lado, observando la cocina. Los platos apilados en una esquina, secando, la barra de pan, una colección de cuchillos. —¿Cómo puedo compatibilizar el horario con sus necesidades?

—Nos recomendaron que las inyecciones las pusiera por la noche, pero tal vez lo haga después de que te vayas. —Explicó, pasándose una mano por el rostro, cansado. —Cuando quieras.

—¿Y qué pasa con los efectos secundarios? —Removió el café que le había ofrecido con una cucharilla, dando un pequeño sorbo. Pronto, se dio cuenta de lo que había insinuado. —Perdón.

Apretó el asa de su propia taza, perdiéndose en algún abismo durante un instante.

No quería, no podía imaginarse a su pequeño zafiro perdiendo el pelo, las largas pestañas, las finas cejas; no quería que vomitara, que su boca se viera consumida por úlceras y no pudiera comer. En el caso de que se diera lo último, no le quedaría más remedio que ingresarlo en el hospital para que lo pudieran alimentar y tratar desde allí. No quería verlo conectado a una estúpida máquina que marcara su respiración, tampoco que hubiera un jodido agujero en el pecho. No quería que estuviera tan cansado que quisiera dormir todo el día.

Apoyó los codos en la mesa y se frotó los ojos.

—Seguiremos adelante. —Dictaminó. —Mientras pueda atender a las explicaciones y escribir, claro. —Un par de pequeños pasos lo alertaron. Se giró, chocando con aquella bonita mirada azul marino, una mano que se agarraba a la altura del pecho. —¿Todo bien?

—Me aburro. —Musitó el niño, haciendo círculos en el suelo con la punta de su zapatilla con forma de zarpa de perro. —¿Cuándo podremos dar clase?

Se alegró de que se lo preguntara a Gojō directamente. El hombre alternó la atención del uno al otro, como si estuviera pidiendo permiso en silencio para hacer algo. Tomó la carpeta de color violeta que había traído consigo y la mostró.

—Podría hacerte un par de pruebas para conocer tu nivel, si te apetece. —Ofreció, con una leve sonrisa. Abrió el objeto y sacó un par de papeles para dárselos. —Lengua e historia, ¿qué te parece si las haces ahora?

La expresión de Megumi se tornó brillante y tomó las hojas con decisión, pero se quedó leyéndolas, con curiosidad.

—No quiero estar solo. —Observó a su padre y al que se suponía que sería su profesor, haciendo un puchero. Cuando quería algo, se las ingeniaba para conseguirlo.

Accedieron a ir con él a su habitación, donde el escritorio descansaba frente a la ventana. Satoru se sentó al lado del menor, en la silla que solían usar cuando tenía que ayudar a su niño con los ejercicios de matemáticas, mientras que él se quedó sobre el borde del colchón de la cama. Acarició la tela, de un bonito añil, con el dibujo de una nave espacial, escuchando a los dos hablar.

Suspiró en voz baja, observando la espalda del albino y el cómo su hijo parecía muchísimo más pequeño en comparación. Era esbelto y el gracioso pelo lucía como una nube blanca y esponjosa. Debía de admitir que le llamaba la atención en aquel aspecto, pero se reprendía porque sabía que estaba mal fijarse tanto en el físico ajeno. Apartó la mirada, azorado.

Tomó el teléfono de su bolsillo, cruzando las piernas, y tecleó un rápido mensaje para Shoko.

«Creo que a Megumi le gusta. Gracias»

Algo irónico después de aquel primer encuentro, donde no dudó en morderle. Recordaba cuando había hecho lo mismo con su profesor de la escuela, cuando intentó apoyar una mano en su hombro y darle un apretón amistoso; o cuando ese mismo profesor le llamó, contándole que su niño había agredido con los dientes a un compañero que molestaba a otro.

Alzó la mirada de nuevo, sonriendo ligeramente y con nostalgia. Se encontró con el albino y se dio cuenta de que hacía segundos que no hablaba. El pequeño Fushiguro escribía, mientras ellos dos tan sólo compartían una extensa retahíla de palabras no comprendidas, unos iris que se clavaban en los suyos, al otro lado de aquellas gafas de cristal negro.

—Es muy listo. —Dijo, como si no se hubiera acordado de cómo hablar y pronunciar hasta aquel momento.

—¡Lo sé! —Intervino su hijo, girándose para sonreír, jactándose. —Porque lo heredé de papá.

Un par de risas nerviosas, una palmadita en la cabeza del chiquillo.

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Satoru se abrochó el abrigo, despidiéndose de Megumi con un breve gesto. El niño regresó rápidamente a su habitación, a sabiendas de que los mayores tenían que hablar.

—¿Cuánto quieres por enseñarle? —Toji fue directo al grano, tendiéndole la carpeta violeta. Algo de migraña asolaba su cabeza. —Realmente me da igual cuánto me cobres...

—Nada. —Lo cortó el otro, tomando el objeto y poniéndolo bajo su brazo. Observó la llamativa cicatriz del labio del hombre y regresó a sus confusas pupilas. —No voy a hacerte pagar, estoy seguro de que la medicación cuesta bastante. Necesita continuar con los estudios como sea, sería cruel hacer lo contrario y aspirar tu cartera.

Fushiguro quiso llorar. Asintió con lentitud, tragando saliva y sal, abrazándose a sí mismo.

—Entonces, te invitaré a todo el café que quieras. —Se encogió de hombros, sin importarle si aceptaba o no. Era un buen trato. —No te lo he dicho, pero me gustaría que lo supieras. —Apartó la vista. Era justo que fuera consciente de lo que Megumi padecía. —Lo que tiene es un linfoma, un linfoma de Hodgkin. Los médicos dicen que tiene una alta tasa de supervivencia en niños, aunque depende del estadio de la enfermedad, claro.

—Oh. —El albino exhaló un suspiro, sin saber qué decir. No quería ponerse a soltar palabras de consuelo, porque Toji tenía pinta de no ser un tipo que necesitara de aquello. —¿Y en qué estadio se encuentra?

No quiso contestar.

Love of my life || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora