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—Pulsas aquí y luego haces esto...

Satoru observó con atención, rodeando al niño por los hombros y acercándolo un poco para ver mejor la pantalla. Le estaba enseñando un juego que había instalado en su nueva tablet.

Ya llevaba unos cinco o seis días con aquella familia y cada vez tenía más claro lo mucho que le gustaba estar allí. Regresar a casa, a su propia soledad, era algo que ya le resultaba incluso tortuoso. El chiquillo aprendía rápido las cosas que le enseñaba en sus clases y le había comprado una caja con lápices para dibujar, con diferente grosor de carboncillo.

De repente, Megumi se quedó quieto, tocándose la garganta. Lo miró, asustado y se levantó de la cama con prisa, agarrándolo por las axilas para alzarlo. Su pequeño cuerpo convulsionaba con arcadas y la comida de horas antes subía a su boca. Le ayudó a arrodillarse frente al inodoro, casi trastabillando en el pasillo. Suspiró, sentado sobre las baldosas blanquecinas, sintiendo que su corazón se congelaba con la imagen del niño vomitando.

Alertado por el ruido, Toji se asomó al baño con el pelo hecho un desastre y el rostro cansado, como si aquella noche no hubiera dormido absolutamente nada.

Sabía que aquello era horrible.

—No pasa nada, no pasa nada... —El hombre se arrodilló junto a su hijo y acarició su espalda, comprensivo. No tenía demasiado claro si se estaba hablando a sí mismo. —Vamos, Gummi, tú puedes.

El chico sacó lo último que llevaba en su interior, jadeando, agarrado a la taza del váter y a la manga de la sudadera gris del albino. Estaba mal, todo estaba mal y se estaba hartando de fingir lo contario. Alzó la mirada y dejó que le limpiaran la boca y se la lavaran con agua, estaba demasiado cansado como para pedir que se detuvieran. No quería aquello.

La compasión que podía alcanzar a ver en sus ojos sabía mal.

Miró al espejo, al reflejo de ambos hombres que intercambiaban, sin hablar, preguntas sin respuesta. Se vio a sí mismo, más pálido y ojeroso de lo normal. Apenas tenía hambre y comía cinco veces al día en cantidades pequeñas, porque su padre no quería forzarle a comer un plato entero de una sola vez. Sentía las piernas tan cansadas como si hubiera corrido diez vueltas al patio de su colegio.

Ni siquiera había pasado una semana.

Y pronto, sin saber cómo, se encontraba de nuevo en la cama. La tablet apagada, a su lado, parecía más pesada entre sus manos. La dejó sobre la mesita de noche, siendo arropado. Se hundió bajo las sábanas y el colchón se hundió bajo el peso del albino, que tenía un libro en la mano, dispuesto a leer para él hasta que se quedara dormido. Eran las cuatro de la tarde, el Sol brillaba en el cielo y él debería de estar haciendo deberes, o viendo una película con su padre, no tumbado en la jodida cama.

—Papá. —Llamó, al ver que el susodicho iba a abandonar la habitación, con una expresión indescriptible. Como si se estuviera rompiendo en pedazos y no quisiera que nadie fuera testigo. —¿Por qué nunca te quedas con nosotros?

El hombre titubeó en su respuesta.

Se frotó los ojos, pensando que, dijera lo que dijera, sonaría como una excusa barata. Porque estaba ocupado, porque no quería que estuvieran los dos a su lado; porque cuando estaban los tres parecían una puta familia y no quería caer otra vez. Porque quería encerrarse en la cocina y beber y llorar hasta olvidarse de toda la mierda que estaba ocurriendo, mientras oía la suave voz del profesor. Porque ese mismo profesor parecía aguantar más la presión, como si estuviera acostumbrado a lidiar con pozos oscuros y profundos como aquel. Porque era maravilloso y no un puto desastre, como él.

Love of my life || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora