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Genial. Por arte de magia, se había convertido en la niñera de dos críos y un adulto cuestionablemente responsable.

Suspiró, mientras se estiraba como un gran felino, tirado en el sofá. La televisión estaba apagada y su cabeza pedía un poco de descanso, a pesar de que no había estado haciendo nada durante toda la tarde. La última vez que se había asomado a la habitación de su hijo, estaba durmiendo plácidamente, con su amigo al lado.

Mientras tanto, la única compañía de la que podía presumir —sí, lo consideraba un compañero, o algo parecido— estaba completamente desplomado en su cama desde hacía horas. Recordaba sus dulces ojos de cielo pidiéndole en silencio que le arropara. Había salido de la habitación tragando saliva, tenso. Y, por supuesto, no lo había hecho. Aunque, no demasiado tiempo más tarde, había entrado sólo para ver cómo dormía, unos escasos segundos en los que el albino tenía metida la cabeza bajo las sábanas y el cuerpo encogido en un bulto en una esquina de la cama. En su esquina de la enorme cama, en su parte.

Se incorporó, sentado, y echó la vista hacia atrás, hacia la ventana. Veía el firmamento y alguna que otra tímida estrella brillando junto a las nubes que amenazaban con taparlas.

—Joder. —Encendió la pantalla de su teléfono, encontrándose con unas siete llamadas perdidas de la madre del amigo de su niño. Eran las nueve de la noche. —Mierda.

Cruzó el pasillo como una bala, abriendo la puerta de la habitación de su pequeño, sin siquiera picar. Se quedó quieto, en el umbral, viendo a Megumi tumbado, recostado contra un gran cojín lila, con Itadori incorporado sobre sus codos, inclinado sobre él. El chaval se despegó sospechosamente de su preciosa joya y ambos lo miraron, aterrados.

—Papá... —Megumi, alzó las manos en señal de inocencia, sentándose al borde del colchón. Tembloroso y con un cuadro de rosa tiñendo sus tiernas mejillas, alzó algo la voz, para que le escuchara mejor. —Yo... ¿Pasa algo?

Frunció el ceño, enfadado. Visiblemente enfadado, de hecho. Su niño llevaba la sudadera amarilla del otro y ambos soltaron sus manos, que hasta entonces habían estado entrelazadas. Yuuji portaba la camiseta de tirantes negra que suponía que había llevado debajo de la prenda que se había quitado.

—Tu amigo se tiene que ir, probablemente lo estén esperando en el portal. —Soltó, acercándose para agarrar la muñeca del susodicho y tirar de él hasta sacarlo de la cama, con brusquedad, y ponerlo en pie, en el suelto. —Fuera de aquí. —No quería que volviera a tocarlo. Fue hacia su hijo y lo miró con severidad, pidiendo la sudadera con poca amabilidad. —Quítatela.

Su hijo dijo nada. Bajó la cabeza, obediente, pero menos pálido de lo que había estado durante el resto del día. Una llama de tristeza se encendía en su mar profundo, mientras se quitaba la prenda y se la ofrecía al mayor. Se puso la camiseta gris de su pijama, notando que el frío se pegaba a su piel.

—Deja que nos despidamos. —Pidió, avergonzado, al ver que su padre arrastraba a su amigo hasta la puerta. —Por favor.

Toji le echó una mirada cruel, antes de soltar al crío y dejar que fuera con su preciada joya. Se quedó de brazos cruzados, serio.

Megumi se puso en pie con dificultad y se aferró a Itadori, sabía que no lo dejaría caer. Se abrazaron con cariño, fuertemente y se acercó a su oreja con disimulo, aunque era consciente de la mueca de su padre.

—Prométeme algo más. —Susurró, haciéndole cosquillas con el aliento. —Hazles frente mientras yo no esté. —No quería llorar, pero sentía la sal agolpándose con urgencia en sus pupilas. —No podré protegerte, lo siento.

—¿Es que no vas a volver? —Cuestionó su amigo, temeroso de aquella posibilidad. Lo tomó de los hombros, preocupado, y lo sacudió un poco.

—Claro que sí, pero, hasta entonces... —Acarició la punta de su nariz con gracia y tocó el raspón de su mejilla, inquieto. —No tengas miedo.

Love of my life || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora