Madres.

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POV JESSICA

Otra noche más que no conseguía dormir como quería, el mínimo umbral para descansar y así poder llevar correctamente todo el operativo, ni llegaba. Si hubiera sido un caso normal, Jaime no me dejaría ni acercarme a la central.

Claro que, aquello, no era un caso normal.

Seguía tratándose del secuestro de mi esposa. Quién, en ese instante, estaba frente a mí, completamente dormida y boca arriba.

Desde las cinco que había abierto los ojos ante la imposibilidad de dormir, me había dedicado a acariciarla, apartarle los pelos y admirarla como me daba la gana. Porque estaba a mi lado y en eso intentaba ser consciente; Samanta estaba conmigo y mientras eso siguiera así, debía tranquilizarme. No podía seguir ante semejante nivel de estrés y ansiedad, básicamente porque no me dejaba pensar con claridad.

Pero no podía.

Y lo odiaba.

Samanta tenía su cabeza en su sitio, estaba muchísimo mejor que yo, y no solo eso, se preocupaba de que yo lo estuviera. Era la que estaba tirando de mí, de ella y de nuestra relación. En esos momentos era cuando yo sabía que era la más fuerte de las dos, siempre lo había sido. El miedo que me producía la idea de perderla, me paralizaba la razón de una manera que no podía controlar.

Pero estaba conmigo y yo debía reaccionar de una puta vez.

Quizás por eso, cuando el sol empezó a entrar por las rendijas de la persiana, bañando la cama con suficiente luz como para poder verla mejor; aparté la sábana que cubría su cuerpo. Bajo aquel pijama que usaba mes sí y mes no, con una camiseta tres tallas más grande que ella, con piolín en el centro, le hacía parecer la mujer más bonita que jamás había conocido. No habría, nunca, otra igual a ella para mí.

Por eso me acerqué, dejándola un pequeño beso en su mejilla, después otro en la mandíbula y seguí por su cuello. Tragó saliva, quizás inconscientemente, me dio igual porque seguí clavándole mis labios y parte de mi lengua, por sus clavículas.

—¿Me vas a dar lo que te pedí ayer? —peguntó de pronto con una voz tan ronca como adormilada.

—¿Lo quieres?

—Sí.

Nunca había sido un problema para nosotras decir lo que queríamos, sobre todo si eso suponía satisfacer ciertos deseos en la cama. Yo lo prefería y ella también. Puede que por eso nuestra relación estuviera intacta, porque lo hablábamos prácticamente todo, hasta nuestros deseos más escondidos.

Y por supuesto que cumpliría los suyos, pues levanté su camiseta hasta su cuello, yendo directa a por unos pechos que descansaban, como si me esperasen. Y mientras me entretenía con ellos, besándolos, lamiéndolos y haciéndoles cosas que ni se me ocurrían; ella misma bajó sus pantalones y sus bragas cuando llevé mi mano derecha hacia su centro. Los tiró por la habitación, daba igual dónde, daba igual todo. Samanta me acarició la cabeza, estaba esperándome.

Pero mi teléfono sonó y a esas horas solo podía significar que era importante. Sin embargo, agarrándome la cabeza, ella misma negó.

—Ignóralo, por favor —suplicó—. Quiero tener un puto momento a solas contigo.

La besé sin más.

—Soy toda tuya —dije acomodándome—. Todo el tiempo que quieras.

Samanta tenía en su rostro una mezcla entre lágrimas, desesperación y deseo. Marcada por una situación nada agradable para ella, bajé con besos hasta su centro; hundiendo mi cabeza entre sus piernas como ella así lo quería.

Miradas de celos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora