Preludio

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En el momento que estés leyendo esta carta yo estaré lejos, sé que no podrás entenderlo y créeme mi intención nunca fue lastimarte

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En el momento que estés leyendo esta carta yo estaré lejos, sé que no podrás entenderlo y créeme mi intención nunca fue lastimarte...

Las palabras de aquella carta se amontonaban en su cabeza, mientras sus ojos se nublaban por las lágrimas imparables, una tras de la otra. Su respiración se agitaba a cada avance por aquella calle empedrada de ese lugar, que juró sería testigo del final de una relación de noviazgo de seis años. Seis largos años que ahora no eran nada, solo la burla de un cruel corazón. Seis malditos años cargados de una mentira. Porque ahora para ella no era más que la sombra de aquel amor.

Tropezó por culpa de los tacones del cinco. Por qué no eligió unos más altos, del quince, con ellos habría podido clavárselos en el corazón, dolería menos.

La carta le sabía amarga, ácida como morder un limón olvidado en el refrigerador por días.

¿Qué era ella? Una burla acaso para un cobarde.

¿Qué era peor? El engaño de él, la mentira de su mejor amiga o que la dejaran en el altar, vestida de blanco soportando las miradas de empatía hipócrita y de sorpresa.

Un peso enorme se instaló dentro de ella, y con un vestido que pesaba doce kilos de pura tela aquello se multiplicaba como si cargara un saco de papas, era tan estorboso para moverse. Se lo dijo a la diseñadora, sin embargo le contestó todas las veces que el glamur pesaba, pero ella pensó que ahora se podía meter el glamur por donde más le quepa, porque su estúpido vestido no la dejaba correr con facilidad por aquellas calles.

El velo quedó tendido en alguna esquina, arrancando su tocado, los mechones de su cabello rubio colgaban rompiendo los rulos que ella no pidió, esos que estaban de moda, la última tendencia para novias. Rulos hechos con tres kilos de fijador. Sus lágrimas rompían con un maquillaje de dos horas costoso, estúpidamente costoso solo para un día, pero era lo que todos esperaban, que gastara en su magnífico día, porque no se repetiría, era especial y único.

Sus pies ardían, cayó de rodillas y la falda pomposa amortiguó el golpe, un punto interesante para el estúpido vestido de princesa blanco, blanco; porque así lo pidió su madre, porque era pura y todos debían saberlo. Miró sus manos sobre el suelo arenoso, donde las piedras perdían la forma por los años.

Habían elegido un lugar mágico cerca del mar, una ciudad a medio construir que atesoraría el momento. Pero que ahora podía tener como leyenda urbana a la novia plantada, la mujer histérica que corrió tres calles abajo llorando por un novio que juró amarla, un cobarde que no pudo decirle que no se iba a casar con ella.

Escuchó pasos y voces gritando su nombre, dobló en una esquina para ocultarse, un letrero llamó su atención, entró importándole poco si era una zona privada. La reja estaba abierta, siguió por un camino de tierra, parecía que lo estaban construyendo.

Estaba loca al meterse en una zona así con el cielo oscureciéndose, pero no podía pensar, la razón se quedó dos calles atrás. La presión de su pecho cada vez era más grande.

En los Brazos de la BestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora