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Su semblante era serio, y eso significaba peligro. Incluso con todo lo que había pasado, seguía sintiendo ese deseo enfermo de saber hasta dónde sería capaz de llegar ese hombre.

Llevaba más de un mes dentro de ese lugar y día a día iba muriendo una parte de mi.

—Tú hiciste eso. —Su ojos me miraban como si fuera un criminal—. Tú tienes la culpa de esto.

Mi debilidad no me dejaba pensar en la acusación estúpida que estaba recibiendo, pero sí podía escuchar sin emitir juicio alguno sobre eso. Él juraba que el culpable de esa muerte era yo.

—Déjame dormir. —Cerré mis ojos, pero los  volví a abrí cuando una presión se acentuó en mi vientre. Él parecía un saco de bombas listas para estallar—. No hay nada allí...

—¿Cuánto tiempo...

—Tal vez dos semanas, pudo ser peor.

—Era mí hijo... —Su mano presionó en mi vientre.

—Supéralo. —Sus ojos recorrieron mi cuerpo.

—La próxima vez...

—No habrá una próxima vez. —Dije con rabia—. Aún no me he recuperado y ya te estás haciendo ideas estúpidas. No sé cómo está mi cuerpo y si sanará adecuadamente después de esto. —La imagen sangrante seguía en mi mente—. Solo cosechas muerte.

—¡Cierra la boca! —Su puño se detuvo antes de tocar mi rostro—. ¡Tu no decides! ¡Yo soy el que manda aquí!

—¡No! ¡No lo eres! ¡Tarde o temprano nuestras acciones vuelven! —Mi ojos picaban—. Vi morir a miles de personas y a niños quedar sin hogar, tragaba mis quejas y les sonreía para que no se sintieran mal, los convencía para que creyeran que todo estaría bien. Pero, cuando salía de sus habitaciones, sabía que nuestros soldados también mataban y dejaban huérfanos a miles de niños. No es justo llorar y sentir rencor solo por la desgracia de unos cuantos. Yo he comenzado a pagar por todos esos crímenes, porque ser un mentiroso y engañar a niños es mi crimen. Justifique la muerte de unos para salvar a otros, y no pude salvar a nadie. —Cubrí mis ojos—. Llegará el día en el que tú también pagarás por las monstruosidades que haces. 

—Cuando eso pase... —Tomó mi mentón—. No importa qué, te arrastraré conmigo al infierno. No me importa una mierda el destino o esas estupideces de las que hablas. Tú eres mío, es lo único que sé. —Se separó—. Una vez que te recuperes te haré mío y caerás, Sehun.

—Ya estoy destruido, no hay nada más.

—No me refería a tu cuerpo. —Chasqueó sus dedos cerca de mis ojos—. Hay algo más que quiero y, cuando lo tenga, no serás capaz de soportar ese dolor.

Solo lo ignoré. Deseaba descansar y olvidar por un momento todo lo malo. Todo.

Me privó, milagrosamente, de su presencia durante gran parte del día, pero me aisló del único contacto humano que tenía. Se volvió normal tomar largas siestas para, al despertar, encontrarme con comida sobre la mesa de luz. El comandante lo hacía, lo sabía porque podía sentirlo en mis inchados labios.

Llegué a disfrutar de esa paz que había en la soledad de la habitación, sin embargo, mi conciencia del tiempo no se había ido, más bien se había distorsionado. El reloj, colocado  veinte centímetros sobre la puerta, hacía girar sus manecillas en sentido contrario y a muy alta velocidad; por la impresión mi espalda se pegaba al colchón y la habitación se volvía más grande. En ese punto sabía que más de un día había pasado con esa rutina. ¿Qué era lo que quería el comandante? ¿Era alguna especie de tortura? ¿Alguna estrategia? ¿Tenía un plan nuevo para mí?

Sacudí mis pensamientos y me recordé lo que él significaba en mi vida. Si no lo volvía a ver nunca más, sería lo mejor que podría pasarme.

Esa tarde no lo sentí. La comida estaba allí, pero mis labios estaban fríos por el clima de invierno. La locura estaba invadiendo y matando a mis neuronas. ¿Cómo podía pensar en algo así? ¿Cómo podía sentirme de una manera tan rara? Que se fuera era lo mejor que podía pasarme.

—Vas a enfermarte, Sehun. —Abrí mis ojos y me levanté lo más rápido que pude, pero no había nadie. El olor de la sopa lo inundó todo; no podía sentir el perfume que despedía su cuerpo de piedra y sangre.

Esa noche no dormí, el comandante debía llevarme la cena o algo así. Lo esperaría el tiempo que fuera necesario y le exigiría que terminara con ese absurdo juego. Por cada desayuno contaba un día, doce fueron los que llegué  a contar.

—Mira nada más como estás. —Parpadeé; sus brazos me cargaron hasta la cama y me dejaron allí—. ¿Estabas hambriento?

—Te detesto...

—Veo que sigues de mal humor. —Sonrió y dejó la bandeja sobre la mesa—.¿No dormiste nada? ¿Debería castigarte porque no te comportas como se debe?

—¿Dónde estabas? —Su sonrisa se ensanchó.

—Ocupado. —Tomó el plato y atravesó los fideos con un palillo—. Come.

—¿Dónde estabas?

—Ocupado. Come. —Insistió.

—¡¿Dónde estabas?! —Arrojé todo con un solo golpe—. ¡¿Dónde estabas?! ¡¿Dónde estabas?! ¡Maldito infeliz!

Fuerza de AtaqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora