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El agua fría cae por mi cuerpo, pero no estoy temblando por eso. Él está sentado en una silla de pino a mis espaldas. Froto el jabón por mi cuerpo y dejo que se disuelva en espuma.

Las bases metálicas de las patas chirrian por la presión que ejerce la postura de ese hombre sobre ellas. Volteo un poco mi cabeza y lo veo, su torso está apoyado sobre el respaldo de la silla y la fusta golpea de forma leve y regular el cuello de sus botas. Cuando llego a su rostro, una de sus cejas se levanta y mi vista vuelve hacia los viejos y quebrados azulejos.

Temprano en la mañana, me trajo aquí y, desde entonces, no ha dicho ninguna palabra. Creo que llevo  más de quince minutos en la ducha y bajo su vigilancia. No sé qué estará esperando o qué piensa de mí y de cómo llegué hasta este territorio.

Unos segundos después mi piel se entumece y me sostengo de los grifos para no resbalarme. El chorro de agua se detiene, la toalla que tenía antes rodea mi cuerpo y soy cargado por ese hombre, otra vez, a la habitación.

El fuego de la chimenea era fuerte y su calor llegaba a todas partes, en una esquina aún podía verse el encuadernado de cuero que había contenido mis documentos y anotaciones. El comandante removió el carbón  y los leños con un atizador; en su mano izquierda sostenía algo parecido a un bastón de acero que colocó sobre el fuego ardiente. Se dio la vuelta y caminó hacia mi; mi cabello seguía goteando y sentía un poco de frío en mi cuerpo. Su mano tomó mi brazo izquierdo y con brusquedad me empujó en la cama; me arrancó la toalla, inmovilizó mis manos con las esposas y fue en busca del bastón. Con algo de esfuerzo logré ver lo que hacía, su mano levantó el objeto desde el mango de madera y el brillo ardiente del hierro me mostró en su extremo el símbolo que el hombre llevaba grabado en su chaleco. Sus intenciones estaban claras, iba a torturarme con eso.

—No... —Comencé a tirar de las esposas, pero no había salida; estaba boca abajo y completamente expuesto al él.

Mis resoplidos no lo alteraban, estaba determinado a cumplir con su objetivo, por eso estaba en ese puesto. Sus botas se detuvieron junto a la cama y mi respiración se entrecortó.  Con la toalla secó mi espalda baja. Su dedo hizo un círculo en uno de los costados, mi mente se preparó; su mano apretó el lugar señalado empujando mi cadera hacia el colchón. El dolor se extendió por mi columna. Clavó el hierro en el medio de mi espalda baja y apretó; mordí el colchón y grité hasta que las lágrimas cayeron. Se retiró y regresó el artefacto a la chimenea.

Mientras lloraba y me retorcía con cada punzada de la herida, él observaba desde la silla. No me importaba, yo no era un soldado o un arma. No estaba allí para destruir, estaba en medio de esa guerra para salvar vidas; no iba a fingir una frialdad que no tenía. Había llorado y rezado por cada hombre caído en mi pueblo; había corrido hasta un avión para salvar a un niño; me defendí de unos traidores. No soy un asesino.

Presioné los dedos de mis pies y arrastré las sábanas, había pasado la noche entre quejidos y breves estados de sueño. No sabia si él seguía en la habitación, estaba tan adolorido que nada podía importarme menos. Tenía mucha sed y la herida me estaba picando, era consciente de que si no hacía algo podría infectarse. Sin embargo, en una habitación tan desprovista como en la que estaba, podía morir de cualquier cosa; si no perecía, antes, en las manos de mi verdugo. No esperaba nada, en verdad. Mi suerte fue echada el mismo día que murieron mis compañeros; tarde o temprano, el destino llegaría.

El viento de invierno despertó los pocos sentidos que tenía. Mi piel se alteró con la continuidad de ese efecto. ¿Había vuelto? ¿Mi verdugo había vuelto? La puerta permaneció abierta. Un movimiento de sombras se desarrolló a mi lado y algo espeso y frío tocó la quemadura en mi espalda. No sé por qué, pero fue un alivio. Mi cuerpo se relajó y el sueño tomó posesión de mí. 

¿Alguna vez te has despertado con la sensación de que te observan? Casi siempre se está a oscuras, temprano y en soledad; esto último es lo que lo vuelve un suceso terrible. Sobre todo, si al despertar te encuentras con el cañón de un arma y puedes ver su oscuro interior aún humeante.

—Arriba. —Intenté obedecer pero mis brazos fallaron y caí contra la cama. Todos los nervios de mi cuerpo estaban desvariando. Él apretó su arma y cerré mis ojos; el estallido fue seguido por un impacto seco. Algo debía estar mal conmigo, porque no sentía ningún dolor extra. —¿Qué es?

—Una droga, señor. —Se escuchó desde la puerta.

—¿Por qué y quién? —Agregó.

—El infiltrado que abatió pertenecía al grupo de los leños, señor. Seguramente se enteraron...

—Busca a los otros. Quiero este campamento libre de plagas para el atardecer. —Guardó su arma. —Nadie se mete en las tierras de un destructor.

Fuerza de AtaqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora