Acto 7: El último plan - XXVII

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El Primero

―Hogar, dulce hogar ―murmuré nada más poner los pies en las verdes llanuras del Caebiru.

Cerré los ojos y tomé una larga bocanada de aire que olía a pureza, bondad y libertad. Todo mentiras orquestadas por Padre para evitar que pensásemos por nosotros mismos. Apreté los puños justo cuando un movimiento y una serie de gritos interrumpían la calma del lugar. Una pena, puesto que me hubiera gustado disfrutar un poco más de volver a casa.

Miré el intenso sol que me cegó un instante. No era nada comparado al del Infierno, claro. Estaba acostumbrado a aquel y fue un cambio que debió llenarme de dicha, pero me sentí fuera de lugar. Quizá había pasado demasiado tiempo en el Infierno. No solo habían sido años o milenios, fueron eternidades completas. El tiempo allí abajo pasa muy despacio y solo un par de horas del exterior pueden ser días o semanas dentro. Ni siquiera me atrevía a echar la cuenta.

Creé dos espadas de mi propia energía. Lo mejor de no necesitar un cuerpo humano era que no había tenido que dejarlo atrás para ir al Caebiru. Una ventaja que durante siglos en mi primera marcha a la Tierra me mantuvo anclado allí. Pensé que si abandonaba el cuerpo me costaría dar con otro y no quería tener que volver a regalar los oídos a un humano para que me aceptase en su interior. Era... degradante.

Por suerte aprendí que podía tener mi propio cuerpo, aunque no sirvió de mucho cuando mis hermanos me traicionaron. Apreté las espadas al pensar en ella. La tierna, dulce e inocente Sabryem. Y era una doble traición, porque después de arrebatármela la primera vez la convirtieron en un monstruo. Porque eso era Shey: un monstruo deleznable. Le habían arrebatado su dulzura, su ternura y su inocencia para poner en su lugar a una guerrera repugnante que poco o nada conservaba de mi amada.

Pero estaba en ella. Y solo había un lugar en todos los mundos que podía devolvérmela. No era el movimiento más inteligente, quizá. Tampoco el más apropiado para el momento. Pero los humanos no iban a darme problema y las criaturas habían sido mermadas y acribilladas con mucho acierto. En la Tierra ya escaseaban y en Morkvald eran demasiado cobardes para coordinar un ataque en mi contra. No sin acceso a Morktooth.

Así que primero me aseguraría de tener acceso libre al Caebiru y después de recuperar a Sabryem. Y cuando la tuviera, nada me separaría del Infierno. Morkvald no sería una amenaza cuando la tuviera a mi lado. Juntos atraparíamos entonces a la descendiente de Ketiel y podríamos abrir las puertas del Infierno.

El cuerpo de la descendiente de Ketiel serviría de recipiente para Anuja y, además, sacaría a los cascarones de allí abajo y ellos solitos arrasarían con la infecta humanidad. Luego solo tendría que reinar sobre los restos. Los cascarones morirían de hambre en una década o dos, acabaría con los supervivientes entonces y extinguiría a mis criaturas. La Tierra quedaría vacía para hacer lo que se debía hacer en ella.

―¡Es el Primero! ―Alguien gritó, aunque por el ruido de voces estaba seguro de que ya lo sabían todos.

Solo puse los ojos en blanco. Odiaba ese mote. Ni siquiera sabía de dónde había salido. ¿Quién fue semejante ser ingenioso que decidió rebautizarme así? «El primero de los caenunas de Padre en volverse malvado». Ridículo.

―¿Viene solo? ―murmuró otro muy cerca de mí.

Yo aparté la vista del Sol por primera vez y me giré hacia ellos. No eran muchos. El Caebiru no pasaba por su mejor momento y quedaban muy pocos caenunas allí. Muchos habían muerto tratando de liberarme en las últimas décadas, sumado al ejército en mi contra y otros tantos que se habían ido a mi bando en cuanto me liberé. No quería a esos seres imperfectos y traicioneros a mi lado, por supuesto. Los eliminaría en cuanto no los necesitase, pero ellos no tenían que saberlo.

Crónicas de Morkvald: Luna Oscura #4 - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora