𝓭𝓲𝓮𝓬𝓲𝓼𝓲𝓮𝓽𝓮

516 47 17
                                    

Alessia soltó una sonora carcajada al ver a su hermano atragantándose con la séptima uva. Los ojos perspicaces de su abuela, que todo lo veían, observaron la escena con diversión, siguiendo con el ritmo que marcaban las campanadas.

—Qué tonto. –se burló la mediana de los hermanos, comiendo a toda prisa la octava uva. Pablo apuraba la copa de champagne, intentando no morir en los últimos segundos del año, mientras el resto de la familia ignoraba el accidente.

Las últimas campanadas sonaban con fuerza en el salón de los Médici. Toda la familia estaba reunida allí, pero no vestida con sus mejores galas. Preferían cenar en pantalones y jerseys, y dejar las florituras para la fiesta.

—¡Feliz año nuevo! –gritaron todos, opacando el ruido del televisor.

Alessia se acercó a su padre, con una sonrisa inmensa. Le abrazó con fuerza, y besó su mejilla. Como siempre en esas fiestas, la felicidad llenaba su casa. Aunque su madre ya no estuviese con ellos, el espíritu familiar se mantenía. Sabía que eso la hubiese hecho inmensamente feliz.

—Feliz año nuevo, papá. –peinó su pelo, casi blanco, con cariño. Lo tenía más largo de lo normal, dándole un aspecto más jovial.

Los ojos azules de Marcos se pasearon por el bello rostro de su hija, y su pecho se llenó de serenidad al ver esos ojos cálidos, que tanto conocía, llenos de alegría. Mientras sus hijos estuviesen así de felices, todo estaría bien. Cualquier dolor se diluía ante eso.

—Feliz año, hija. –se separó para abrazar a la mayor de los Médici.

Alessia abrazó a todo el mundo en la sala. Su hermano, que todavía se estaba recuperando de su accidente con las uvas, a su cuñado Gian, a Lucía y a sus abuelos maternos. Lucía y Gian habían aprovechado sus vacaciones, habían viajado en coche desde Milán, visitando toda la Costa Azul y parte de Cataluña. No era la primera vez que el italiano visitaba la casa de su novia, y pese a la barrera del idioma, se sentía como en casa.

Mérida, la abuela, miraba a su nieta mediana con una sonrisa. Su Ale siempre había sido una jovencita muy feliz, pero notaba en ella algo diferente. El tipo de felicidad que solo te da algo: el amor. Tomó la mano arrugada de su marido, y se miraron con el cariño grabado en la mirada. Un cariño muy especial, al que solo puedes acceder cuando pasas décadas con una misma persona. Sentían como una bendición poder pasar otro año más con aquellos a los que más querían.

—Abuela, ¿al final vienes conmigo de fiesta? –preguntó Pablo, acercándose a sus abuelos. La señora rio con ganas ante la insistencia de su nieto, y decenas de arrugas aparecieron en las esquinas de sus ojos apagados.– Venga, abuela, así tengo con quien bailar.

—No me acabo de creer que no haya ninguna chica por ahí que te haya echado el ojo.

Medio abrazada a su padre, Lucía miraba la escena con lágrimas en los ojos. Amaba su Milán, adoraba su trabajo, pero mantenerse lejos de su familia durante tanto tiempo se le hacía cada vez más duro. En anillo de compromiso que adornaba ahora su dedo no era sino la confirmación de que esa situación no era algo temporal. Milán sería donde formaría su familia con Gian. La primera Médici en volver a Italia, quizás de forma definitiva, o quizás no la única.

—Si llevas a tu abuela, me llevas a mí, ¿no?

Los tres nietos esbozaron exactamente la misma sonrisa, mirando desde sus sitios a aquella pareja tan mayor. El amor con el que su madre les había criado se parecía mucho al que sus abuelos desprendían, y eso les reconfortaba, sin ni siquiera darse cuenta.

—Con vuestro permiso, yo me voy a preparar. –dijo Ale, caminando hacia el pasillo. Dejaba atrás un salón decorado, lleno de luces y adornos, y con un enorme árbol, de más de dos metros, que descansaba al lado del ventanal, proyectando sus luces hacia la calle.– Lu, ¿vosotros al final qué hacéis?

Philosophy ; [Bnet] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora