𝓸𝓷𝓬𝓮

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Pasó la brocha de maquillaje por su mejilla, disfrutando de la suavidad de esta, y el pigmento se adhirió a su piel, marcando levemente su pómulo. Siguió con su ritual, preparándose, mientras balanceaba su cuerpo al son de la música que escuchaba de fondo. Disfrutaba de casi todo tipo de música, pero sentía cierta debilidad por el jazz de Madelaine Peyroux. Bailó al son de Getting Some Fun Out of Life, llevando el ritmo con sus dedos.

When we want to love, we love. When we want to kiss, we kiss... –cantó distraída, caminando de un lado a otro de su habitación en ropa interior.

Suspiró ante la continua interrupción: su móvil no dejaba de vibrar, interfiriendo en la música. Sabía que eran sus amigas, compartiendo fotos del proceso: el peinado, el maquillaje, la elección de zapatos de última hora...

Cepilló bien su pelo, completamente liso, y lo dejó caer por su espalda. Utilizó un par de mechones a modo de diadema, acabando el peinado con un par de horquillas escondidas que se aseguraban de que nada se moviese de su sitio.

El vestido azul oscuro, de tirantes, caía por su cuerpo como si se lo hubiesen hecho a medida, marcando cada curva de su cuerpo. Algunas de estas las amaba, otras pocas, le acomplejaban, pero había aprendido con los años a amar cada parte de su cuerpo, sin excepción. Las delgadas cintas se ajustaban a sus hombros, y solo su espalda baja quedaba cubierta.

La suavidad de la tela satinada en contacto con las yemas de sus dedos calmaba sus nervios por la noche que se avecinaba. No le gustaba asistir a esos eventos sin su padre, y lo que era peor, en nombre de él. Sentía una responsabilidad que no creía suya, pero aceptaba igualmente, por quitarle la carga a su progenitor.

Miró su joyero, buscando el último toque para su atuendo, pero nada le convencía. Una idea cruzó su mente. Caminó descalza, con cuidado de no arrastrar el vestido, hasta la habitación de su padre. Como siempre, estaba impoluta. Ni un cojín fuera de su sitio, ni una prenda de ropa fuera del armario. Su perfume impregnaba la estancia. Era uno de los olores que Alessia identificaba como hogar.

En la mesita de la derecha, donde siempre había estado, se encontraba el joyero de su madre. Lo abrió, y miró con cariño algunas joyas, al recordárselas puestas. Otras, solo las había visto tras su fallecimiento, cuando Lucía y ella revisaron todas sus pertenencias, y decidieron qué prendas querían conservar para ellas, y cuáles donar. Una tarea que su padre se vio incapaz de hacer, y en la que sus hijas decidieron tomarle el relevo.

Admiró una pulsera hermosa, plateada con zafiros del mismo tono que su vestido. Colocó la pulsera en su muñeca derecha, y tomó los pendientes a juego. Cerró el objeto con sumo cuidado, y volvió a su habitación.

Se miró en el espejo, y se sintió mucho más mayor de lo que era. Sus ojos maquillados con sombras oscuras afilaban sus rasgos, perdiendo la niñez que le proporcionaban sus orbes redondas. En su mirada no había rastro de inocencia: era una mujer.

Se calzó sus tacones, agregando unos diez centímetros a su altura. Echó un último vistazo a todo, comprobando que nada fallaba.

—Vamos allá. –se animó.

Caminó rápidamente hasta el salón, y se despidió de Pablo besando su cabeza. Deseaba quedarse con él jugando a algún estúpido videojuego y comiendo comida basura, pero el deber la llamaba.

A la altura de su portal estaba ya esperando su coche. La mirada de admiración que le dedicó el joven al abrirle la puerta trasera hizo que se preguntase si no sería demasiado. Le bastó con recordar los atuendos de sus amigas de los anteriores años, y lo que había comprado Carla, para reafirmarse en que aquel vestido era la elección perfecta.

Philosophy ; [Bnet] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora