𝓼𝓲𝓮𝓽𝓮

507 42 2
                                    

Se levantó con la respiración agitada, y una desazón en todo el cuerpo. No recordaba la pesadilla que acababa de tener, pero sin duda le había pasado factura a su cuerpo: su corazón bombeaba en su pecho con fuerza, sus manos temblaban y un par de lágrimas caían por sus mejillas.

Se incorporó en su cama, se secó las lágrimas con el ceño fruncido y buscó a tientas en su mesita el paquete de tabaco.

No recordaba haber llorado nunca por un sueño. No desde que era un crío, al menos.

Su mente inquieta quiso recordar el sueño, pero de este solo quedaban las sensaciones: sentía su cuerpo pesado y medio ido, como si todavía estuviese entre los brazos de Morfeo.

Se levantó, caminó hasta su balcón arrastrando los pies y se sentó en el suelo de este. Hacía un frío insoportable para cualquiera, pero el aire cortante entrando en sus pulmones le despejó la mente.

Prendió el cigarro entre sus labios, y dejó que el humo reconfortase su malestar.

Malasaña todavía dormía. Pocas luces había encendidas en los edificios. Eran las farolas de la calle las que iluminaban al gato callejero que rondaba siempre esa zona. A Javier le gustaba pensar que eran buenos amigos. A pesar de no haberle acariciado nunca, ese gato aparecía cada vez que el chico necesitaba calma, y la buscaba en el tabaco o en el hachís, desde el balcón de su habitación.

Los sueños, sueños son. La voz de su abuelo resonó en su cabeza, y apretó los labios con fuerza. Todavía le dolía su pérdida, pero había aprendido a convivir con su recuerdo. No así con los remordimientos que todo nieto, por muy bueno que sea, tiene siempre que se le va su ángel protector. Debería haberle visitado más, debería haberle escuchado más, debería haberle abrazado más...

Se pregunta si es con él con quién había soñado, mientras daba otra calada a su camel. Pocas personas le harían llorar en sueños. Pocas situaciones le harían sentir tal malestar.

Javier maldice para sí mismo. Aunque doliese más, hubiera preferido recordar el sueño, y evocar aquel rostro arrugado que tantas sonrisas le había arrancado.

Mira el pitillo a medio consumir, y sonríe de lado. Su abuelo le hubiese echado una buena reprimenda si le viese en ese momento.

Ya no siente el frío seco de la noche madrileña, solo un vacío en su pecho, que crece a medida que sus respiraciones se hacen más profundas. Duda si salir a dar una vuelta, perdiéndose por las calles, o si volver a la cama y tratar de descansar. Intenta descifrar qué hora es por el color del cielo y por el movimiento de las calles. Conoce su barrio como la palma de su mano: su gente, sus costumbres, sus horarios. Todavía es noche cerrada, y no ha visto a nadie caminando, ni ningún coche atravesando la carretera. Calcula que las cuatro, quizás. Si está en lo cierto, todavía le quedan unas tres horas de descanso, y un día muy largo por delante. Lo único que le motiva es la posibilidad de ver a cierta chica de melena oscura y ojos vivos.

No acababa de entender la atracción que sentía por ella. Era algo completamente distinto a lo que había sentido con anterioridad. Aunque su historial de sentimientos era más bien corto, y no tenía demasiado con qué compararlo, entendía que la naturaleza de esos sentimientos era inequívocamente diferente a todo lo anterior.

No le asustaba. Tampoco le abrumaba. Le sorprendía sentir de esa forma.

Un par de sombras al final de la calle captaron su atención, y dirigió su mirada hacia el movimiento. Dos figuras intercambiaban algo. Javier no sabía qué exactamente, pero podía imaginárselo.

No quiso pensar en qué rostros habría debajo de esas capuchas, porque le dolía pensar que quizás los reconociese. Quizás algún rostro conocido del barrio, algún ex compañero del instituto, o incluso algún amigo cercano. Le preocupaba más conocer a quien recibía el dinero que a quien recibía la mercancía. El consumo era peligroso, sí. Pero la venta lo era más, y sabía que amigos suyos se habían visto contra las cuerdas en más ocasiones de las que un chaval de veinte años debería verse.

Por su cabeza, pasó la expresión triste de su amigo Guille. Sus palabras le habían dejado intranquilo. Los últimos años de su vida habían sido palo tras palo, apenas sin tregua para lamerse las heridas. Los jóvenes sin oportunidades empezaban a cansarse de la estúpida meritocracia que no conseguían alcanzar, ni siquiera rozar con la punta de sus dedos. Lo veía en los ojos de sus amigos que no encontraban curro, en la manera cansada de caminar de las madres por los barrios pobres que visitaba cuando bajaba a sus canchas.

Vivir para trabajar. Trabajar para vivir.

Otro aviso de desahucio. Otra familia honrada en la calle. Otro joven lleno de rabia contra el sistema, sin medios ni esperanzas.

La convicción en los ojos azules de su amigo le había asustado. ''Hasta el último céntimo, Javier. Te lo juro por mis muertos'' había susurrado con rabia.

Javier no necesitaba ninguna promesa, ni ningún euro de vuelta. Necesitaba que su amigo no acabase entre rejas por hacer alguna tontería. Era mejor quedarse sin casa que sin ver a sus hermanos pequeños un par de años. Tenía que hacerle ver eso antes de que fuese demasiado tarde.

Uno de los encapuchados pasó por debajo del balcón. Le siguió con la mirada, hasta ver que entraba en un portal, no muy lejos del suyo.

Pensó en la caja de madera que tenía en el fondo de su armario, con cuatrocientos euros bien ahorrados para emergencias. Guillermo jamás los aceptaría. No de nuevo, al menos. Dárselos directamente a su madre tampoco era buena opción: en el grupo del callejón tenían pocas normas, pero una de ellas era ir siempre de cara entre ellos.

No podía obligarle a aceptar una ayuda que no quería. Solo podía esperar a que la pidiese, y estar ahí para él.

Philosophy ; [Bnet] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora