39 - Cambiar el final (Ana)

362 25 3
                                    



Tengo dudas; y nunca antes había tenido tantas.

No es solo esa electricidad que siento cuando acaricio su piel o esa descarga que me recorre la espalda cada vez que nos besamos. Hay algo más. Hay miedo, temor a causar un daño irreversible, incurable, que nos deje destrozadas a las dos. Vamos despacio, de eso no hay duda, pero ni siquiera sé si eso no es también peligroso. Por mucho que intente ocultarlo, y a pesar de esa imagen que refleja al mundo, Mimi es una persona frágil.

Hemos vuelto a las praderas del Sacré-Cœur. La melodía de un chelo callejero revolotea en el cálido ambiente mientras estamos tumbadas, arropadas por la sombra de uno de los árboles del camino. Mimi juguetea con una rosa entre sus dedos. Acaricia sus pétalos sin prestar atención. Yo tengo otra.

Hace un rato, una mujer ha preguntado si una de las dos quería comprársela a la otra. Eso es algo que me encanta de París, de las ciudades grandes. Es una tontería, y quizá ninguna de las dos quisiera una rosa, pero en otros sitios los vendedores ambulantes darían por hecho que somos amigas y ni siquiera nos la ofrecerían. Esta señora nos ha visto tumbadas al sol, haciendo arrumacos, y ha visto negocio. Y a pesar de que parezca una estupidez, me ha encantado. Así que ahora las dos tenemos una rosa.

—¿Cuántas semanas te quedan aquí? —le pregunto, después de un largo silencio nada incómodo. El silencio con ella es fácil, agradable.

—Tres.

Muy bien. Tengo tres semanas para hacer las cosas bien; tres semanas para convencerla de que debe perdonarse, de que sola no puede curarse y de que debe dejarse ayudar.

Tres semanas.

—¿Por qué? —pregunta, y gira la cabeza hacia mí.

—Curiosidad —respondo.

Qué pasará cuando acaben esas tres semanas, qué ocurrirá entre las dos, representa un puente que no quiero cruzar ahora mismo. Pero pase lo que pase, mi determinación sigue siendo la misma.

Mimi tiene que empezar a querer curarse.

—Querías venir a un sitio tranquilo —le digo—. ¿Y ahora qué? ¿Quieres quedarte aquí toda la tarde?

Mimi se incorpora y yo la imito.

—No estoy diciendo que esté aburrida —le aclaro—. Me gusta hacer arrumacos a la sombra contigo.

—¿Arrumacos? —Arquea una ceja —. No vuelvas a usar esa palabra, por favor.

Me río un poco y observo cómo toma la mochila que descansa junto al casco de su moto y la abre para sacar un pliego de papeles de ella. Reconozco esos papeles.

—Te he pedido venir aquí porque tengo que hacer algo, pero a lo mejor no te apetece mirarme mientras tanto. Puedes irte y nos veremos en casa más tarde.

—¿Qué es eso? —quiero saber.

Mimi se muerde el labio inferior. Cada vez que lo hace me entran ganas de morderlo también, pero sé que esto es serio, así que me mantengo a una prudente distancia de ella.

—Un manuscrito.

—Creía que hacía mucho que no escribías.

Otra de las cosas que probablemente dejó aparcadas tras la muerte de Benjamin, y otro de los motivos por los que debería pedir ayuda.

—Y no escribo. No es mío. Es suyo.

Bajo la vista hasta las hojas, intentando comprender. El día de la bañera las estaba leyendo cuando tuvo aquel episodio de estrés postraumático.

Siete semanas (Warmi, finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora