11 - Isla en el infinito (Mimi)

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Acabamos cenando en un restaurante cerca de Montmartre, en un lugar discreto en el que apenas caben tres pequeñas mesas dentro y un par fuera.

Hablar con Ana es fácil. Sabe cómo manejar asuntos serios y cómo hacerte reír. Intuye cuándo necesitas hablar y cuándo es mejor dejar aparcado un tema.

Hoy tampoco tiene ojos para nadie más que no sea yo, y acabo comprendiendo que Ana es así. Me gusta la forma en la que te hace sentir el centro del mundo unos minutos, mientras te escucha sin interrupciones o adivina con solo mirarte qué necesitas; qué quieres.

Hoy, yo quería una amiga.

Así que hemos acabado yendo hacia la Bastilla. Esta vez no conduzco, nos acercamos en metro y andamos hasta una calle peatonal. Un letrero reza "La Rue Lappe" cuando nos internamos en una zona de bares y locales. La luz ambarina de las farolas se refleja en el empedrado de piedra de las aceras. Los letreros de colores y luces de neón iluminan la vía.

Cuando nos detenemos frente a la puerta cerrada de un local, Ana se vuelve hacia mí y me hace un gesto.

—¿Quieres entrar?

No.

Algo dentro de mí se tensa y se retuerce, pero no permito que ese sentimiento crezca.

—Sí —me obligo a decir.

—¿Seguro? Podemos irnos a casa cuando quieras. —Quizá haya leído en mi rostro; tal vez no sea tan buena ocultando emociones como creía.

Me obligo a asentir con determinación, a convencerme incluso a mí misma de que quiero entrar. Ahí está el problema. Quiero pasármelo bien, pero el remordimiento de después me aterroriza.

—En realidad quiero entrar.

Ella me observa y acaba cogiéndome de la mano.

—Cuando quieras volver, nos vamos.

Agradezco tener esa oportunidad. Sé que Ana no es de las que te dejan tirada, y tener la opción de escapar cuando lo necesite me reporta algo de tranquilidad. Así que rodeo sus dedos con fuerza y la sigo a través de la puerta.

El local es más grande de lo que parece desde fuera. Las luces rojas y azafranadas son suaves, la música de ritmos intensos y sensuales. La decoración es anárquica; lámparas de formas ovaladas, sillas de mimbre, y cuadros minimalistas colgando de las paredes.

Hay gente en las mesas, en varios sofás del fondo y bailando en la pista frente a la barra del bar. Esta vez, no nos sentamos. Nos acercamos a la barra para pedir algo y en cuanto tenemos nuestras copas en las manos nos unimos al resto de jóvenes que bailan como si no importara nada más en la vida.

Ana saluda a varias personas a lo largo de la noche. No me sorprende que conozca a tanta gente; lo cierto es que es encantadora. Creo que jamás he juzgado tan mal a una persona después de una primera impresión.

Bailamos juntas durante una eternidad y, de cuando en cuando, se acerca para contarme secretos al oído; cotilleos de las personas que se acercan a saludarla. No conozco a ninguna y, probablemente, si fuese otro quien me contase esas cosas acabaría diciéndole que no me importa, pero Ana lo hace interesante.

Reímos, bailamos y saltamos, y las dos acabamos sudorosas y jadeantes en medio de un mar de gente cada vez más amplio. Ana se apoya en mi hombro para acercarse y decirme algo. Un mechón se le ha pegado a la frente, un poco húmedo, y tiene la boca entreabierta mientras intenta tomar aire.

Lleva unos vaqueros ceñidos y una camiseta que deja claro que pasa muchas horas en el gimnasio. Sin embargo, parte de todo eso debe de ser por la genética. Una persona normal no tendría ese físico con la cantidad de helado que ella consume.

Siete semanas (Warmi, finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora