xviii, voluntad

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¡Alerta de deliciosura! ¬w¬

* * *

Lestrade se avergonzaba ligeramente de su reciente forma de actuar. Poco antes que nada tenía relación el descubrimiento de su yo oculto, la había, sí, aunque no de una manera directa al hecho negativo de su actual situación. La emoción a la cual despacio comenzaba a abrazar como parte de su ser, a la vez que le costaba menos trabajo despejarle el camino de los pensamientos que pretendieran sobajarlo, herirlo o humillarlo, se convertía en la razón de cuán problemático se le hacía mantener las manos a una distancia prudente del señor Gran Hombre.

Tal vez sus niveles de resistencia se conservarían en mejores condiciones de tener a cierto alejado alcance al Holmes en cuestión.

Pero ni siquiera requería de estirarse para tocarlo, y al entrar bajo su contacto, de inmediato algo dentro de Greg se "accionaba", prácticamente obligándole a terminar haciendo que Mycroft lo rodeará con sus fuertes brazos para que lo apretara contra su amplio cuerpo como si no perteneciera a otro lugar. Porque no lo hacía, nunca, jamás hubo otro lugar. Sus manos actuaban por instinto, sin permiso alguno lo tomaban con libertad y guiaban a su amante. Cuando sucedió la primera vez en el coche de regreso a Longley Road se dio cuenta de lo que hizo después de rebasar el límite para deshacerlo.

Y Mycroft, lejos de disminuir la velocidad, aumentó la intensidad de sus besos, y el cuerpo de Greg lo convirtió en el ánimo que le faltaba. Parecían una pareja de jóvenes enamorados buscando la menor excusa para unir sus labios. Le resultaba vergonzoso que —según un conteo que no llevaba— de la mitad de las veces en gran parte fuera él quien se lanzara, peor todavía al no tener la voluntad suficiente de rechazar el impulso de sus brazos al elevarse hasta los hombros, en donde sus dedos comenzarían un suave roce entre los cabellos azabaches tal cual la noche en plena madrugada.

El pequeño reloj marcaba casi las once de la mañana, y Lestrade apenas llevaba la mitad del desayuno preparado. Despertado dos horas antes, el señor ojos de niebla durmiendo en su respectiva habitación, ocupó el tiempo antes de escucharlo levantarse en escribir el mensaje a los periódicos de la tarde, al presentarse el oficial que lo llevaría le pidió regresara luego de haber comprado un paquete de hojas de la mejor calidad, pues al ritmo con el que Mycroft escribía seguramente se quedaría sin ellas pronto, si acaso aún le sobraba alguna. En seguida, decidido a preparar un desayuno tardío, se adentró a la cocina. A su pierna regresó el dolor, si bien mucho menos intenso, su mente ocupada en pensamientos más llamativos poco o nada parecía importarle el nivel de molestia.

Una vez Mycroft entró a la cocina dándole los buenos días besándole en la nuca, la llama delicada se encendió ferozmente. Su libertad ardía en toda su gloria, en cada latido, en la energía atravesando su cuerpo, emociones se dispersaron irracionales y exóticas, incontrolables, en bruto. Sensaciones que fluían naturalmente conforme Mycroft lo aferraba. Porque era correcto, porque así debía ser. Descontroladas, sin embargo, también creaban caos. Salvajes resultaban difíciles de leer, de entender en su totalidad, competían entre ellas para hacerse notar y ser las primeras en tocar a quien lo sostenía en esa presión exacta y confortable. Parecía que mientras más revelaba, aumentando la complejidad de su sentir, más lograba ofrecer.

Entre los brazos de Mycroft todo parecía hermoso y extraño, resultando la seguridad obtenida en hacerle continuar, explorar, encontrar, dejarse llevar entre la maravillosa marea de confusas ideas o pensamientos, sabiendo que lo resguardaría a pesar de lo que pudiera hallar. De ahí radicaba su vergüenza, si su amante insistía en recibirlo con los brazos abiertos, cualquier cosa que liberara de su voz provocaría alguna reacción en su cuerpo, en adición a ello, a leguas se notaba el orgullo del hombre por verlo convertido en masilla de solo usar los labios y recientemente sus grandes manos. No, Lestrade no iba a detenerlo, incluso si sentía las mejillas sonrojadas y el aliento agitado, o su corazón apretándose dentro de su pecho, la necesidad fluctuaba casi tan alta como la timidez insistiéndole en simplemente abandonarse.

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