Insulto

xxii, cicatrices

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Greg se removía inquieto en la escuálida cama, su mente dormida repetía en un bucle infinito los últimos acontecimientos antes de verse arrastrado por la inconsciencia. Su cuerpo ignorante a las limitaciones aspiraba una vez tras otra llegar a su corazón. Pero Mycroft siempre escapaba, huía de él, se alejaba a un mundo en donde nadie podía tocarlo, no importa cuánto lo llamara o qué tanto se acercara, siempre caminaba un paso adelante, se escurría de entre sus dedos. Y al vacío restante en su pecho alejado del dolor, la pena o el tormento, llegaría pronto al punto cero, a la nada.

Convertirse en un cuerpo sin alma, emoción o sensación, quizá fuera lo mejor frente a una situación de tal impacto, siendo la posibilidad de alcanzar a su amado demasiado remota y sabiendo que ceder a las pesadillas sería tan fácil como evitar los intentos de rechazarlas. Al fin y al cabo, ¿en qué lugar oculto se escondería algún motivo que respaldara a su esfuerzo? Si la luz que había hecho resplandecer a su mundo dándole la oportunidad de verlo por encima de lo que conocía no iluminaba ya su camino, ahora que lo sabía y apenas experimentaba en esas tierras, ¿quién iba a guiarlo?, ¿a cuidar su espalda?, ¿a animarlo a descubrir cuanto podría haber? Sin más señor Gran Hombre, sin más ojos de niebla, sin abrazo protector o voz dominante, ¿existía al menos una forma de regresar a su pequeño, ínfimo yo luego de Mycroft?

La oscuridad se cernía amenazante a su alrededor, una manta pesada que le comprimía el pecho y los músculos, una zozobra que, a pesar de la fatigosa realidad, se vio forzada a retroceder bajo la primera luz de las lámparas de gas atravesando sus párpados cansados, el letargo llevándole de todo menos un poco de calma o descanso. Recordó su primera herida de bala como si se tratara de una de esas horribles tarjetas de navidad que sus hermanos siempre le enviaban, esos dibujos especialmente caricaturescos y burlones aun de ser diferente la intención. Su cuerpo no percibía lo que debería, su mente quedaba rebajada ante la miseria de saber a su amante lejos de él.

—El señor Holmes vive.

Lestrade, paralizado frente a la voz que parecía haber sido pronunciada bajo una corriente de agua, notó casi de golpe la sensación regresando a sus miembros, el pulso recobró fuerza, el calor volvía, la pesadez se hacía soportable. Respiró de nuevo, la acción de inflar los pulmones envió un punzante dolor a través de su columna, le dio la bienvenida, sobrecargado de emociones necesitaba algo para regresarlo a tierra, la leve sonrisa en su rostro debería ser suficiente ante la poca información. Hacerse ilusiones lo rompería.

—Despertó hace un rato y ha vuelto a dormir, el doctor dice que tendrá una recuperación completa.

Algo comenzó a decirle a Greg que no debería sentirse tan tranquilo, se hallaba en la afirmación de esa lejana voz algo que debería ponerlo en alerta. Una cosa. Un detalle. Una pregunta que a su mente drogada y su cuerpo adolorido se le dificultaba descifrar, dejándolo atrapado en aquella incomoda sensación de tener ante él una hermosa pintura a la que le hacía falta una sombra. De todas formas ya lo averiguaría más tarde, en ese momento se dedicaría a una cosa.

Movió sus brazos lentamente, uno de ellos retenido por vendas sobre su pecho, durante un latido llegó a su palma libre la sensación de la sangre caliente y viscosa que fue suplantada al siguiente por las delgadas sábanas. Un escalofrío lo recorrió desde la punta de los pies, negándose a pensar en el asunto hasta saber los pormenores, robó de su necedad la fuerza para colocar esa única mano en posición, dispuesto a levantarse y sobreponerse a las heridas un suave empuje lo tuvo de regreso en la cama, su dignidad todavía debilitada permitió la negativa emoción de dejarle en claro su no mala, sino pésima salud.