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Francisco Vargas ya me esperaba sentado en su silla ergonómica.

Llevaba su mascarilla puesta, gafas de marco grueso y una visera transparente con una linterna en el centro.

—Hola, doc — saludé — ¿Se decidió a buscar oro después de todo? La odontología deja buen dinero, pero usted es más ambicioso, a que sí.

Noté su sonrisa incluso bajo la mascarilla.

—Hola, Ángel. Ya comenzaba a extrañarte, pensé que algo te había pasado.

—Nada de eso — dije recostándome en la camilla —. Mi padre me arrastró aquí puntualmente, como cada mes.

—Pues deberías estarle más agradecido. Tienes unos dientes muy bonitos.

Asentí.

—Que se desperdician en una cara como ésta.

—Pues yo dichoso cambiaría mi posición contigo si pudiera — respondió él mientras revolvía su instrumental con las manos enguantadas —. Me encantaría ser tan alto como tú. A las mujeres no les gustan los hombres bajitos.

—¿Y qué hay de Blancanieves?

El doctor negó con la cabeza.

—Ya tiene otros seis enanos disponibles.

Ambos nos reímos a carcajadas en lo que esperábamos a su asistente.

El doctor y yo acostumbrábamos a bromear de esa forma. No se ofendía ni se enojaba como mi papá o Rosa, aunque ella toleraba mejor que él mi humor negro.

La puerta se abrió y entró una chica alta, esbelta, joven y muy bonita, seguramente el reemplazo temporal de Aura.

—¿Cómo están Aura y el bebé? — le pregunté a Francisco.

—Esta mañana hablé con ella. Dice que su hijo es precioso pero no la ha dejado dormir los últimos días. Me pidió que te diera sus saludos cuando te viera.

La asistente nueva había tenido la vista baja todo el tiempo, poniéndose una bata con estampado animado de dientes y cepillos.

—Buenas tardes...

Lo que fuera que iba a decir después, murió en sus labios en cuanto me vio. Abrió los ojos castaños desmesuradamente, parpadeó y torció el gesto. Francisco no se dio cuenta, por fortuna para ella.

Yo no supe si su torpeza se debía a que era nueva en ese oficio o únicamente a mi apariencia fuera de lo común, pero dejó caer varias pinzas e instrumentos que él le pidió limpiar con cada vez menos paciencia.

—Necesito que te concentres, por favor — la reprendió finalmente.

Quise saludarla, hacer un chiste para que se relajara, quizá eso la ayudaría a entrar en confianza y así pudiera hacer bien su trabajo. Pero había una razón muy grande que me lo impedía. Yo podía bromear, charlar y reír con las personas siempre y cuando fueran conocidas, siempre y cuando no fueran mujeres, y en especial, bonitas. Me bloqueaba, me sudaban las manos, el corazón me latía desbocado y la lengua se me enredaba. Me intimidaban sobremanera, simplemente no sabía qué decirles. Eso se debía en gran medida a que yo no sabía cómo entablar una conversación normal con ellas, más que a mis complejos de inferioridad, que de todas formas tampoco ayudaban mucho. Yo estaba seguro de que a las mujeres no les gustaba que yo hiciera bromas y menos tratándose de mi aspecto. Lo sabía porque lo había hecho una vez con una chica que tocó la puerta de la casa vendiendo artesanías, aceites aromáticos y medicina natural. Luego de preguntarle si tenía alguna pócima que arreglara mi cara, sonreí para que supiera que bromeaba, pero ella se limitó a mirarme como si yo fuera un demente y se marchó, tal vez creyendo que podía raptarla o meterla en la casa para luego descuartizarla a lo Jack. Por eso era mi padre quien siempre ordenaba cuando íbamos a algún restaurante y era una chica la que atendía.

Todo empeoró cuando Francisco le pidió que me pusiera el delantal.

El rostro ovalado y fino de esa chica se contrajo en un espasmo. Tomó el delantal y comenzó a acercarse lentamente, como si yo fuera a morderla. Logró ponérmelo al fin y la piel de mi cuello hormigueó cuando sus dedos me rozaron. Me removí un poco, lo que pareció sobresaltarla estando tan cerca de mí. Se echó hacia atrás con brusquedad y cuando retrocedía, tiró al suelo la bandeja con todo el instrumental.

Francisco se puso de pie y señaló la puerta.

—Vamos afuera, Ximena.

Ella obedeció y salió del consultorio cabizbaja, intuyendo lo que le esperaba.

Quizá ellos creyeron que se habían alejado lo suficiente o era sólo que Francisco gritaba muy fuerte. Lo cierto fue que escuché todo lo que dijeron.

—Estás haciendo mucho mérito para que yo te despida en el primer día.

—Lo siento mucho, doctor Vargas. Le pido mil disculpas.

—Me gusta dar oportunidades a los practicantes porque después de todo, yo también pasé por ahí. Pero no voy a tolerar más torpezas de tu parte. Necesito que me digas ahora mismo si puedes con este trabajo o no.

—Claro que sí, doctor. Es sólo que ese muchacho... Me dejó muy impactada y no supe cómo reaccionar. Creo que usted debió advertirme antes de entrar.

—Ángel es un paciente muy especial y tendremos suerte si no decide contárselo todo a su padre. Él puede interponer una queja si así lo desea. Es un hombre con influencias.

—E-entiendo, doctor. Pero, ¿usted sabe qué le pasó? ¿Qué le ocurrió en el rostro?

—No lo sé y tampoco voy a preguntar.

—Le pido perdón nuevamente por mi imprudencia. Ya estoy calmada y sé que puedo manejarlo.

—De ninguna manera. No vas a entrar ahí otra vez. Lo atenderé sin tu asistencia, y con lo que he visto hasta ahora, estoy convencido de que me irá mejor.

La chica gimoteó y balbució más palabras en voz baja.

—Aprende a ser profesional o tendré que despedirte.

Francisco entró al consultorio un instante después.

No pude evitar sentir lástima por esa chica. Sí, ya sé que esa condescendencia y superioridad eran una ironía viniendo de mí. La lástima sólo podía provenir de alguien que se creía por encima de uno.

Yo de verdad esperaba que no la despidieran, que no se convirtiera en otra víctima más de mi fealdad.

El Bello Y Las BestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora